EL FUNCIONARIO DE LAS MANOS DIMINUTAS
Después de casarse con la muchacha que llevaba un escarabajo atado a la muñeca derecha, —señal inequívoca de haber conocido las inyecciones de cloro o de haber gritado azul azul azul escondida debajo de la cama o de haber escupido a los mendigos que pronuncian palabras incoherentes—, el funcionario de manos diminutas fue trasladado a un sótano dedicado a la inspección de plagas. Allí pensó que sus pequeños dedos podían ser de utilidad, pero pronto se dio cuenta de que los insectos son demasiado parecidos a los ángeles de alas membranosas que persiguen a las muchachas. Que las persiguen y las atan a los pararrayos y rezan durante días hasta que llega una tormenta y las ven explotar en miles de destellos blancos. Rezaban tanto que les salía polen de las rodillas y sus huesos se volvían frágiles y brillantes como el papel de aluminio. Por eso las tribus hermafroditas que acechaban entre los arbustos les adoraban, porque adoraban todo lo que pudiese brillar o dormir cómodamente entre las llamas.
Antes de la colocación de los pararrayos, los ángeles de alas membranosas habían atado a las muchachas a las vías del tren y antes de eso a postes bajo los que encendían hogueras. Pero luego se descubrió que los trenes provocaban dolores inimaginables a los fabricantes de ataúdes yugoslavos, por lo que fueron sustituidos por pararrayos dorados. Una pararrayos en cada tejado, se dijo entonces, pero ni siquiera eso evitó el dolor de los fabricantes de ataúdes, que en realidad era producido por un trabajo demasiado minucioso. El funcionario de manos diminutas lo sabía, pero no lo dijo, porque así los ángeles tenían con qué divertirse. Los funcionarios no habían estado nunca en la cima de la cadena alimenticia. Los insectos sí. Los ángeles también.
Los gritos de las muchachas atadas en los tejados eran molestos como la pureza de la raza o los charcos de estambres, pero nadie se atrevía a quitar los pararrayos ni a negar las teorías hipnóticas de los boy scouts. Por eso los ángeles de rodillas supurantes seguían corriendo por los tejados hasta que llegaba una tormenta o morían atrapados en los cables del telégrafo. Cuando esto sucedía, las tribus hermafroditas salían de sus madrigueras y se llevaban los cuerpos de los ángeles envueltos en papel de aluminio. Después los adoraban hasta la putrefacción.
Los ángeles de alas membranosas no se habían convertido en una plaga debido a su incapacidad para reproducirse, pero la proliferación de pararrayos los había vuelto obsesivos en sus conductas antropófagas. Obsesivos como los abrillantadores de botines o como los cencerros que colgaban de los tobillos de lo suicidas. Sin embargo, los ángeles guardaban cierta semejanza con los gatos, sobre todo en lo frágil de sus huesos y en lo áspero de su pequeña lengua maliciosa. Por eso, cuando llegó la epidemia de leucemia que afectaba a los gatos, los ángeles también enfermaron. Murieron como insectos enormes y repulsivos, y pronto fueron envueltos en papel de aluminio por las tribus hermafroditas.
El funcionario de manos diminutas recibió la noticia con indiferencia, pero al menos su esposa ya no gritaría de terror al ver un agujero en el tejado o al escuchar el aleteo de una libélula. Ahora podía concentrarse de nuevo en su trabajo. La primera plaga que detectó fue la de enterradores. Aplicó con severidad la estrangulación, pero pronto se dio cuenta de que sus medidas había producido otra plaga de cadáveres, y todo el mundo sabe que las plagas de cadáveres son peores que las de enterradores. Al menos a los enterradores no se les oye gemir en lenguas extrañas ni castañear los dientes constantemente. Las plagas de cadáveres no pueden ser eliminadas, así que pronto se acostumbraron a convivir con los muertos. A escuchar sus murmullos y verles buscar sus cabellos enterrados debajo de la nieve y observar sus pasos vacilantes en la oscuridad del bosque. Vacilantes como los escritores ciegos vestidos por sus madres o los ancianos que dejan crecer sus cabellos y los arrastran por el suelo y los guardan en los cajones de su mesilla de noche.
Después de aquello, el funcionario de manos diminutas fue trasladado de sótano. Su nueva tarea consistía en alimentar a las muchachas que vivían en el fondo de los pozos, pero solo tenía que acudir al trabajo los días de viento. El resto de los días masticaba las bayas del enebro o gritaba amarillo amarillo amarillo hasta caer exhausto. Por eso fue el primero en notar la presencia de los tentáculos que pudrían los jardines. Por eso se lo contó a su mujer, que le contestó con palabras incoherentes afligida por el peso del escarabajo que colgaba de su muñeca, que engordaba cada día. Por eso escribió diminutas anotaciones en papel milimetrado con sus diminutos dedos, pero habló de ello con nadie más. Temía los agujeros en el techo y las costumbres antropófagas, pero las plantas no corrían por el tejado ni rezaban durante días para que llegasen las tormentas.
LA MUCHACHA CON EL ESCARABAJO ATADO A LA MUÑECA
La muchacha que llevaba un escarabajo atado a la muñeca no había sido la responsable de que las polillas hubiesen muerto de tristeza encerradas en frascos de cristal
ni de que los enfermos de lepra arrojasen piedras a los enterradores
ni de la costumbre de los muertos de murmurar en la tumba los días de tormenta
ni de la excesiva producción de polen de las adormideras
ni de la domesticación de las babosas en medio del invierno
ni de las ideas de suicidio que crecían en la cabeza de las enfermeras.
Sin embargo, las instituciones estatales responsables de la extensión de la tristeza habían decidido castigarla con inyecciones de cloro para que a partir de entonces tuviese que llevar un escarabajo atado a la muñeca.
El escarabajo era pequeño e insomne como una comadreja, pero a diferencia de éstas, era incapaz de dar leche o de roer los cordones de los ahorcados. En cambio, resultó útil para predecir la floración de la angélica, porque media hora antes del momento señalado, era presa de unas extrañas fiebres que le brotaban por el cuerpo como una enredadera. También resultó útil para avisar de la proximidad de una decapitación, pero la falta de afilación de las cuchillas las volvió predecibles como las aureolas fracturadas de los ciervos o los setenta y cuatro nombres que reciben los huesos internos del oído.
Al principio, la muchacha apenas notó la existencia del escarabajo, porque la cuerda que los unía era larga como los hilos que se desprenden del verano o los cabellos de las monjas que viven entre la maleza. Sin embargo, pronto llegó el invierno, y el escarabajo no pudo seguir alimentándose de la leche que cae de los laureles, así que empezó a masticar la cuerda que lo unía con la muchacha. Poco a poco la cuerda fue haciéndose más corta, hasta que solo lo separaba un palmo de la muñeca de ella. La excesiva ingesta de cuerda le había hecho crecer hasta alcanzar el tamaño de las manos de los cristos portugueses, que, como todo el mundo sabe, tienen derecho a estrangular a los agonizantes desde que la ciudad de Lisboa fue asolada por una plaga de libélulas el diecisiete de abril de 1703.
Cuando no quedó cuerda, el escarabajo empezó a morder la mano de la muchacha.
EL FABRICANTE DE ATAÚDES YUGOSLAVO
Los fabricantes de ataúdes yugoslavos se habían especializado en tallas pequeñas con la epidemia de fiebre del heno del veintidós de marzo de 1897. La fiebre del heno es una enfermedad cruel, como todas las que son producidas por pequeños parásitos que anidan debajo de la piel. Ataca sobre todo a los tejidos blandos y suaves de los niños, más propensos a los coágulos y a las secreciones lácteas. Las madres escondían a sus hijos debajo de las camas para que los sudores helados no pudiesen encontrarlos, pero las esporas de la fiebre se cuelan por los huecos de las puertas, como el agua oscura de los pozos o las membranas del interior de los oídos.
Cuando dejaban de respirar, los niños eran abandonados en la calle, donde los limpiadores de botines podían hacer su trabajo sin ser molestados. Las autoridades estatales habían prohibido enterrar a los niños por la utilidad de sus pequeños huesos para fabricar peines, pero el fabricante de ataúdes era sensible a los procesos de fermentación. Por eso, cuando caía la niebla, los metía en sacos y los llevaba al bosque. Allí les tomaba las medidas y les construía ataúdes con ramas y cortezas, como pequeños nidos subterráneos. Después, les arrancaba los botones del abrigo, con los que fabricaban anillos de latón que vendían a los cocheros búlgaros a cambio de agujas y cordones nuevos para los zapatos. Cuando habían arrancado todos los botones, los enterraban lo más profundo que podía, para que los funcionarios de manos diminutas no pudiesen encontrarlos y arrastrarlos de nuevo a la ciudad. En los lugares en que habían sido enterrados, la maleza era densa como el polen de las hortensias y emitía gemidos crueles al llegar el verano.
EL ENTERRADOR
Los enterradores se amarran con correas para dormir y conocen la duración exacta de los procesos de descomposición, pero nadie escucha sus voces a causa del invierno, que les hiela los dientes y los pone melancólicos como a las liebres. La carne de las liebres es melancólica, por eso los que la comen acaban arrodillándose para rezar por la llegada de un santo que afile las guillotinas. Un santo de dientes cortantes y piel brillante como el sudor de los tuberculosos o la saliva de las enfermeras.
El enterrador también rezaba a los santos caníbales, pero sus oraciones eran extrañas y confusas como el lenguaje de los insectos. El enterrador hablaba el lenguaje de los insectos por culpa de su madre, que se había alimentado de alas de libélulas durante el embarazo. Las alas de las libélulas se pegaban al paladar, por eso el niño había nacido raquítico como las crías de las comadrejas y tenía la lengua azul como el vino del enebro. Por eso sus ojos brillaban por la noche como la sangre iridiscente de las enredaderas o como la piel de los ciervos que se ahogaban en los estanques.
Los santos de dientes cortantes eran salvajes como las monjas que vivían en los bosques y enredaban su pelo en la maleza, por eso el enterrador los temía como se teme a las plagas de langostas, y murmuraba oraciones constantemente. Las oraciones alejaban las fiebres, pero no aplacaban a los santos, así que el enterrador debía escarbar entre la nieve con sus propias manos. Cuando encontraba a una de las muchachas que dormía con los ojos abiertos bajo la escarcha, la arrastraba por los tobillos hasta lo profundo del bosque y la abandonaba para que los santos pudiesen alimentarse.
Era tal el terror que el enterrador sentía de aquellos dientes diminutos y afilados, que nunca cerraba los ojos. Por eso sus pupilas se habían vuelto blancas como el polen que gotea de las larvas de los insectos. Por eso no dormía nunca, y por las noches caminaba entre las tumbas cantando canciones que hacían sangrar los oídos de los muertos. Cuando había luna, recogía el polen de la adormidera, que luego vendía a las monjas que vivían entre la maleza a cambio de un puñado de agujas o de algo de yesca para incendiar las comisarías los días de viento.
A veces vendía el polen de la adormidera al funcionario de manos diminutas, al que veía frecuentemente debido a sus numerosos parientes muertos, todos ellos fallecidos a la edad de treinta y cinco años a causa de sucesivos y violentos brotes de sífilis. El funcionario de manos diminutas usaba la adormidera para envenenar poco a poco al escarabajo que devoraba el brazo de su esposa, pero ella estaba cada vez más pálida y ojerosa y el escarabajo más gordo y brillante. El único bien que poseía el funcionario de manos diminutas era un periódico que leía antes de acostarse desde hace ciento veintisiete años, así que el intercambio fue beneficioso para ambos. Con la excepción de la envenenadora, todos pensaban que el plan del funcionario era bueno, porque es sabido que ningún escarabajo puede alcanzar el tamaño de una cabra sin morir antes a causa del esfuerzo, como es sabido que tampoco pueden alcanzar el tamaño de un físico que se ahoga en un río ni el de un preso que arrastra sus propios grillos ni el de una muchacha torturada por un ángel, como es sabido que tampoco pueden llorar durante quince años ni llorar los colores que se caen del cerebro de las mariposas ni llorar sobre las casas de los ahorcados, como es sabido que tampoco pueden practicar vivisecciones sin morir de agotamiento.
La envenenadora, en cambio, conocía las patas cortas de la muerte, pero el funcionario ya no poseía ningún periódico que poder intercambiar por uno de sus venenos. La muchacha murió al cabo de unos días, dos horas y treinta y siete minutos antes de que el escarabajo alcanzase el tamaño de una cabra a causa de la ingesta de hueso y polen de adormidera. El enterrador y el fabricante de ataúdes yugoslavo se alegraron de la noticia, porque las tumbas para insectos eran caras y aquel invierno apenas habían tenido trabajo.
LA VENDEDORA DE LÁMPARAS
La vendedora de lámparas tenía las manos frías desde que los poetas mejicanos habían sido decapitados por violar la ley que prohibía poseer tratados de botánica. Los poetas mejicanos despreciaban la agricultura como se desprecia el alcohol que supuran las amapolas, pero se negaban a renunciar a cualquier forma de clasificación. El funcionario de manos diminutas se vio obligado a considerarlos una plaga, y, como todo el mundo sabe, afilar las guillotinas es la única forma de acabar con las fiebres violentas de la peste y con las plagas de poetas mejicanos. Las cabezas había rodado por el suelo entre alaridos vegetales, y la vendedora de lámparas se había visto obligada a guardarlas en sus respectivas cestas. Desde aquel día el frío se le quedó metido en los huesos como la escarcha del invierno, y comenzó a tener miedo de la oscuridad como se tiene miedo de las monedas que se colocan bajo la lengua de los muertos para que no les castañeen los dientes al ser enterrados. Al día siguiente, empezó a arrastrar por los caminos un carro lleno de lámparas para evitar que la oscuridad lo inundase todo, como sucede con los alaridos de los ancianos que se pierden en el bosque o con la ceniza que cae del cielo los días de tormenta. Las lámparas le calentaban las manos y la alejaban del lecho blando de la locura, así que la muchacha comenzó a dormir debajo del carro y a trenzarse el pelo con los cabellos que crecían al borde de los caminos.
Durante un tiempo llevó también con ella los cestos con las cabezas de los poetas mejicanos, pero pronto los alaridos se hicieron insoportables y las abandonó bajo un rosal, donde el enterrador no pudiese encontrarlas. Cuando llegó el tiempo de las heladas rojas, los caminantes que se perdían en la maleza comenzaron a rogarle que les vendiese una lámpara, y la muchacha lo hizo, porque es sabido que los lamentos de los caminantes perdidos atraen las tormentas y provocan el parto de las jóvenes campesinas fecundadas por los estambres silenciosos de las flores. Sin embargo, para que alejasen el frío y la oscuridad debía haber siempre el mismo número de lámparas, así que cada tarde, antes de que oscureciese, la muchacha arrastraba el carro hasta la casa del anciano que las cultivaba. Antes de aquello, el anciano había cultivado papel de aluminio, pero el brillo que desprendía cuando le daba el sol atraía las plagas de langostas y de ángeles de alas membranosas.
Y todo el mundo sabe que los ángeles y las langostas son crueles y se encuentran en la cima de la cadena alimenticia, como los novios ciegos o las babosas amaestradas.
El anciano cambiaba las lámparas por mechones de cabello de la muchacha, que guardaba hasta que llegaba la niebla o hasta que los pájaros del verano aparecían con las patas manchadas de sangre. Los ancianos entran en la muerte con las manos amputadas por el peso de los candiles, así que cuando el fabricante de lámparas comió de las manos de la envenenadora, dejó de poder ocuparse de su labor. Desde entonces, la muchacha recorre los bosques buscando a los caminantes a los que vendió sus lámparas, pero el lecho de la locura es blando y los lechos de cabellos son confortables.
LA ENVENENADORA
La envenenadora tenía los dedos largos y delgados como las noches de los insomnes o como los cordones de las botas de los suicidas. Los suicidas son obligados a arrastrar decenas de cencerros atados a sus botas, de ahí que los médicos practiquen sangrías a los melancólicos que acarician sogas cuando cae la noche. Después de las sangrías, los melancólicos olvidan las sogas y acuden a los entierros, donde lloran tristemente por la muerte del cochero búlgaro que murió por la picadura de una abeja y por la enfermera fallecida tras los atentados celestes.
La envenenadora había aprendido su oficio vagando entre la maleza, donde encontró las cabezas de los poetas mejicanos guardadas en sus cestas. Arrastró las cestas hasta su casa y colocó las cabezas en la repisa de la chimenea para que no tuviesen frío ni echasen de menos los incendios.
Como todo el mundo sabe, los poetas mejicanos conocen todos los venenos, incluida la leche dulce que se desprende de las raíces de la angélica y el aroma de los tejos, cuyo veneno es tan violento que los pájaros caen muertos cuando lo sobrevuelan.
Incluido el alcohol de la amapola, que vuelve sanguinarios a los boy scouts y hace que las novias vestidas de blanco pierdan las uñas y los cabellos.
Cada noche, las cabezas de los poetas mejicanos susurraban un veneno distinto a la muchacha, y ella lo apuntaba cuidadosamente en un cuaderno. A cambio, ellas les daba un plato de leche y les peinaba los cabellos cuando había visita. Una vez que las cabezas de los poetas mejicanos acabaron de susurrarle todos los venenos que conocían, ciento setenta y cinco días después de que las encontrase escondidas debajo de un rosal, la muchacha cogió las cabezas y las arrojó al fuego de la chimenea.
Layla Martínez, (Madrid, 1987): Es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid y graduada en Sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Trabaja como sexóloga en un centro social de Madrid y colabora habitualmente en distintas publicaciones, como Diagonal o Culturamas. Sus artículos sobre las interrelaciones entre el control social y las distintas manifestaciones de la sexualidad han aparecido en revistas como Estudios (2012 y 2013). Su primer poemario, titulado El libro de la crueldad, fue publicado en 2012 por LVR ediciones. En 2015 editó Las canciones de los durmientes con La Garúa Editores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario