XVIII
En
un lóbrego sótano, muy pequeño y húmedo, con olor a nuevo, ha guardado y a
fierro enlozado, es decir, con color a Hong Kong y a manufacturas japonesas,
hubo de fraguarse cierto acontecimiento —esto es, mi matrimonio.
Era
alta y rubia; era ingenua y sana; y sus ojos, de un color entre azul oscuro y
violeta pálido, eran de verdad muy claros.
Pero
no era hija del país: Había nacido en Zwickau (la tierra de Schumann), y, por
lo tanto, no le gustaba el ají.
En
cambio, le gustaba el vuelo del moscardón, que volaba en misteriosos espacios
del cuarto junto al alma de Juan, con un zumbido vivo y profundo, con un olor a
jabón y a ropa lavada en medio de torrentes de luz, cuando a todo esto,
temprano por la mañana, se dejaban escuchar en la radio los valses de El
caballero de la Rosa de Richard Strauss.
A
un principio vivimos en la casa de mi madre. Primero en la avenida 20 de
octubre, y después en el pasaje Juan de Vargas, entrando por la calle Abdón
Saavedra; y luego fuimos a parar a un cuarto oscuro y frío, en la calle
Fernando Guachalla, que una señora llamada Rosa Llosa tuvo la bondad de
alquilarnos, con algunos muebles y un cómodo sillón de madera con almohadones
de tela color café a cuadros.
Allí
leí La montaña mágica —y si mal no recuerdo, la lectura duró sus buenos
tres meses, pero la verdad es que me hizo vivir momentos de auténtica grandeza.
Por
lo demás en aquellos tiempos era joven, y todo parecía fácil y sencillo, pues
en realidad había tiempo —y como todo tenía tiempo, había tiempo para todo.
Por
otra parte, en cualquier esquina de la ciudad uno encontraba paz y sosiego, y
había cientos de tiendas en las cuales uno podía beber tranquilamente una copa.
A
ese paso, mi mujer era hasta tal punto comprensiva, que no hacía problema ni
renegaba, sino cuando me tambaleaba y cometía atropellos de puro borracho, cosa
ésta que por desgracia sucedía con demasiada frecuencia.
De
tal manera que una vez me dijo: Ten cuidado. Si sigues con la copa, yo me voy.
Lo
malo es que yo seguí con la copa.
En
1946 nació mi primer hijo. Solo vivió tres días.
Mi
segunda hija —que sería la última— vino al mundo en 1947.
Al
cabo, la Erika —que así se llamaba mi mujer— pidió el divorcio, y luego se fue
a Alemania sin decirme nada.
Pues
quién te dice que yo —sin sospechar ni remotamente lo sucedido— un buen día me
preparo, y voy a su casa con una torta y con una velita para congratular a mi
hija en el primer aniversario de su nacimiento, y me encuentro con la noticia
de que había partido para siempre.
¿Qué
hacer?
Por
aquellos días precisamente se conmemoraba el Cuarto Centenario de la fundación
de La Paz con una gran feria en Miraflores, y no pude menos que encaminarme en
derechura de la referida feria a festejar mi infortunio.
Y
cosa extraña si la hubo: Veinte años después me escribió mi hija —y también la
Erika.
Lo
malo es que mi hija me escribía en alemán, pues no sabía una palabra de
castellano.
La Erika recordaba los tiempos idos; y lo hacía
con no sé qué encanto no desprovisto de cierta amargura.
Como
no podía ser de otra manera, tan inesperado acontecimiento me causó hondísima
impresión, y con pena inenarrable, yo a mi vez recordé los tiempos idos y, por
otra parte, me preguntaba por qué el olvido era tan extraño, por qué la vida
era tan extraña.
¡Y
qué haber de cosas y de circunstancias, a cuál más extrañas!
La
verdad es que el matrimonio constituyó para mí una alta enseñanza.
Comprendí
que el hombre no necesita volverse padre, ya que lo es por esencia; y si
engendra un hijo, es para conformarse plenamente.
Y
aprendí asimismo que un niño es ya padre, de igual manera que una niña es ya
madre.
Esto
aparte, el matrimonio enseña a conocer y amar lo doméstico —cosa de la mayor
importancia para el hombre, por lo mismo que éste lleva la peor parte en el
enfrentamiento con la soledad del mundo.
Pues
lo doméstico, extrañamente, le enseña a conocer y amar la soledad del mundo,
que en definitiva no es sino su propia soledad.
Ahora
bien, contrariamente a lo que muchos imaginan, la así llamada felicidad no
tiene absolutamente nada con común con el matrimonio.
El
matrimonio es tribulación y tormento que se debe sufrir calladamente.
Es
un camino de espinas, una cruz que se debe llevar a cuestas con dolor y
amargura.
Así
las cosas, muy pronto, la vida se torna mera costumbre y rutina y, al cabo,
cuando se cierne la oscuridad sobre la redondez del mundo, te atrapa la tumba.
Esto
para el hombre débil, que solo por temor a la soledad y no por amor ha fundado
un hogar.
En
cambio, para el hombre fuerte, que vive con grandeza y altura, que sabe sufrir
y gobernar, el matrimonio será siempre una alta enseñanza —una fuente
inagotable de humanidad y sabiduría.
Un
mundo siempre nuevo, cargado de revelaciones y descubrimientos.
Claro
que todo esto depende de la suerte, y la verdad sea dicha; pues en realidad
todo matrimonio es providencial. Es una fatalidad, un mandato del destino. No
es cosa gratuita.
Por
lo demás, en los tiempos que corren, el matrimonio está de capa caída, es muy
cierto; pero así y todo parece que las parejas que se unen libremente, lo hacen
en razón de motivaciones auténticas.
Y
si desechan el matrimonio y lo consideran un mero formalismo burgués, allá
ellos.
Sin
embargo, recuérdese que cualquier evasión es negación, pues en mundo en crisis
no caben los experimentos, y lo único que importa es vivir experiencias.
¿Quién
no se siente reconfortado y conmovido ante el espectáculo de esas parejas de
adolescentes que se lanzan valientemente al matrimonio y se casan como Dios
manda, con testigos y padrinos y con repiques de campanas y ramos de flores y
todo lo demás?
Yo
me siento conmovido.
Y
si soy fanático partidario del matrimonio, es porque guardo el más profundo
respeto por el hogar.
Pues
¿quién será aquel que se muestre ajeno al contenido del hogar, y reniegue así
de su condición humana?
Si
hay errantes y peregrinos, es porque recorren incesantemente los caminos en pos
del hogar.
Un
clavo retorcido, una astilla de madera, un objeto cualquiera, representa ya el
hogar, en la medida que el referido objeto ansia un lugar.
Un
lugar, en definitiva, no es sino eso que se llama la patria; un cielo, una
agua, una tierra.
Nadie
podrá olvidar la significación del hogar, sino a riesgo de perder
irremisiblemente su propia interioridad, pues el hogar es el solo hito que te permite
identificar el lugar que más ocupas en el mundo.
Ahora
bien, mi vida de hogar discurrió bajo el signo de la violencia, de la
discordia, del miedo y la pesadumbre.
A
decir verdad, en mucha parte el culpable fui yo.
Sin
embargo, no pocas veces se daban ciertos momentos felices, ciertos sucesos
realmente gratos, todas cosas que de algún modo equilibraban la balanza.
Ahora
vivíamos en una casa antigua y misteriosa, que una familia alemana nos
alquilaba, con gruesas paredes y fornidas puertas, con olor a malva y lavanda,
con jardín y todo, pero el alcohol, la ira, y no sé qué espíritu maligno, se
confabulaban y lo arruinaban todo, y me hacían perder la cabeza.
Con
manos ensangrentadas, y con heridas que yo mismo me infería, rompiendo vidrios
y muebles, profiriendo gritos y amenazas, corría de aquí para allá, como
enajenado, protagonizando escenas de locura.
Y
muchas veces, yo fanfarrón, completamente borracho y por dármelas de muy macho,
me ponía a provocar a un cachorro de tigre que llamábamos Elektra, y que estaba
encerrado en una jaula de madera en un cuarto vacío, hasta que una noche de
esas, seguramente sin sospechar el peligro que corría, se me ocurrió abrir la
jaula; y según resulta natural, el cachorro se me abalanzó rápido como el rayo,
y arañando mi cuello con furiosos zarpazos, por poco no me desgarra las venas.
Por
fortuna, el Isaac, un sirviente muy leal y despierto, de estirpe callahuaya y
nacido en Charazani, corrió a traer un pedazo de carne y, distrayendo al tigre,
se dio maña para meterlo en la jaula.
La
Erika presenciaba la escena; y no obstante que estaba ya en los últimos meses
del embarazo, no hizo ningún aspaviento, pero antes bien, conservaba la
serenidad y la calma.
Actuando
en consecuencia, procedió a vendarme rápidamente el cogote, y me llevó a toda
prisa a la Asistencia Pública para una curación de urgencia.
Con
todos mis defectos y borracheras, tenía una gran virtud: Era puntual en mi
trabajo.
Y
como ganaba un buen sueldo, no faltaba plata, y eso que la mitad del
presupuesto se iba en aguardiente.
Y
como se acumulaban abrumadoras cantidades de botellas vacías en el cuarto del
tigre, periódicamente la Erika las hacía vender con el Isaac, y le regalaba la
mitad del producto.
Yo
era proclive a sacar bebidas al crédito, y ante la sola visión de innumerables botellas
de manzanilla, coñac, ron de Jamaica y vinos generosos que reposaban sobre mi
mesa, me sentía en el mejor de los mundos, solo que me olvidaba pagar.
Y
como con esta mala costumbre resultaba debiendo cantidades cada vez más
crecidas, finalmente decidía pagar, pero con mucho dolor.
Por
lo demás, el José Acebo Fernández de Córdoba, Marqués de Villaverde, era mi
garante; y ha de saberse que su sueño dorado era escribir un poema a propósito
del ruido de la ciudad, solo que se le iba la mano con la manzanilla y se
quedaba siempre en el segundo verso: ¡Oh ruido de la ciudad, déjame revelar
tu mensaje!, y de ahí no salía.
De
tal manera, que me convocaba a la terraza de la Casa España, por la noche, y
con la firme determinación de seguir adelante, me pedía consejo.
Y
era de ver las reuniones que celebrábamos con tal motivo. Eran sencillamente
abracadabrantes.
Para
empezar, el Pepe Acebo mandaba abrir dos cajones de manzanilla y se prosternaba
con el oído atento al ruido de la ciudad; y luego, con ojos desorbitados y la
locura pintada en el rostro, agarraba y se zampaba la manzanilla, no ya por
copas, sino por botellas, y caía redondo en plena terraza, bajo el doble embrujo
del ruido de la ciudad y la manzanilla.
Muy
pronto despertaba, dando muestras de gran sobresalto, y habiendo extraído de su
bolsillo un frasco de láudano, bebía un buen trago y esta otra vez al pie del
cañón, prosternado y con gesto de locura, el oído atento al ruido de la ciudad,
dele que dele con la manzanilla.
Y
esto era un poema en más de un sentido, pero transcribirlo a papel era lo difícil,
pues habría habido que trasgredir las leyes naturales, como quien pasa por alto
una imposibilidad metafísica, o como quien convierte un cuerpo sólido en una
figura plana, aunque por otra parte no habría habido para qué.
Como
el Pepe Acebo era poeta, se quedaba en el trasfondo del poema.
Escuchaba
el poema y lo miraba, y de esta manera expresaba el poema inexpresado.
Muchos
decían que estaba loco.
De
repente se presentaba en Casa España con un maletín en el que guardaba un
espléndido disfraz de pepino, y en un abrir y cerrar de ojos se disfrazaba.
Gastaba
la plata como agua y tocaba la bandurria; y cada noche rompía una bandurria en
la cabeza de su mujer, y aquí no pasó nada.
Pues
bandurrias las tenía por montones, y le llegaban de España por cajones.
El
Pepe Acebo, cuando lo invitaba a casa, se llenaba de contento; y para hablar
largo y tendido sobre el ruido de la ciudad, llevaba un cajón de manzanilla.
La
Erika, con características de incomprensión, se ponía iracunda y torcía el
gesto —en esto era injusta.
En
una de esas, el Pepe Acebo apareció con un frasco de escabeche y una escoba que
había comprado para su casa, llevando además su famoso maletín a cuestas, y
como no podía ser de otra manera, se chantó en el acto el consabido disfraz de
pepino, y sin más abordó su tema favorito.
Me
dijo que el ruido de la ciudad era como el humo, una física hermética y
perfectamente inasible, y declaró que pensaba escribir de una vez por todas su
poema en el reverso de viejos pergaminos que pertenecieron a no sé qué grande
de España.
Yo
por supuesto le dije que me parecía muy bien, y le hice notar que el ruido de
la ciudad no era sino el ruido de uno mismo, cuyo ruido escuchaba uno mismo.
Luego
mandé traer con el Isaac un poco de aguardiente para brindar por el éxito de
sus proyectos; y como estaba en vena, le leí un poema llamado El
ornitorrinco y Brahms, que precisamente acababa de escribir y que por lo
demás no estaba del todo mal.
El
Pepe Acebo lo copió en su libreta y dijo que se trataba de un exponente del más
puro surrealismo, y que lo aprendería de memoria.
La
Erika hizo un gesto.
Afirmó
que era un disparate, y declaró que Brahms no tenía absolutamente nada que ver
con ningún ornitorrinco.
Para
evitar altercados, yo le dije que no había pena y que el ornitorrinco era yo, y
luego le pedí una lata de salchichas y pan.
Y
a lo que ella dijo que no había, yo le dije que había, y ella repitió que no
había; y con inopinado ímpetu, se levantó y abrió de par en par las ventanas, y
dijo que había mucho humo.
Totalmente
desconcertado, yo perdí los estribos y me dejé arrastrar por la ira, y de un
trancazo volqué la mesa.
El
Pepe Acebo, olvidando que su disfraz de pepino resultaba incongruente por
completo en tales momentos, se esforzó vanamente por restablecer la concordia,
y por último dijo que los moros usaban crucifijos de acero toledano para
degollar a las mujeres que amaban.
Ante
tan oportuno comentario, yo declaré que hacían muy bien, y que ya podían usar
machetes en lugar de cuchillos.
Y
de pura rabia, agarré y rompí en mil pedazos El ornitorrinco y Brahms.
En
estas y las otras, la Erika optó por retirarse y con eso terminó la cosa.
Escenas
iguales o parecidas, con una absurdidad que colmaba ya los límites del ridículo,
se repetían con demasiada frecuencia.
Aquella
noche, el Pepe Acebo me llevó a su casa para no renegar.
Tenía
un fastuoso palacete en la avenida 6 de agosto, con soberbios muebles de cedro
y alfombras persas, con espaciosos y deslumbrantes salones donde la opulencia y
el buen gusto se daban la mano, cosa esta nada extraña, en tratándose de la
residencia del Marqués de Villaverde y nada menos.
Pero
lo cierto es que su vida era un infierno —y si no me equivoco, quien señoreaba
ese infierno era su mujer.
Pues,
a decir verdad, aquella noche, saltó como leona y nos recibió con dos piedras
en la mano.
Era
para no creer.
Por
lo demás, es muy cierto que el Pepe Acebo la hizo levantar de la cama y la
condujo a empellones al salón, y de buenas a primeras le dijo: O te me
revuelves como un calcetín o te me vas de esta casa; pero, así y todo, ese no
era motivo para que ella le diera el trato humillante que en efecto le dio.
Pues
habiendo hecho añicos el frasco de escabeche y habiendo enarbolado la escoba
que el Pepe Acebo acababa de entregarle, ni corta ni perezosa, agarró y le propinó
un escobazo en plena cara y lo zarandeó como a un muñeco, y luego de arrancar
violentamente los cascabeles del disfraz que él llevaba puesto, y que por lo
demás quedó hecho jirones, le arrimó dos bofetadas y le dijo a gritos que no
quería verlo nunca más disfrazado de pepino.
Acto
seguido, echando maldiciones y carajos y profiriendo injurias, la leona nos
puso de patitas en la calle.
Yo
no pude menos que decirme en mis adentros que el Pepe Acebo tenía sobrada razón
al romper cada noche una bandurria en la cabeza de su mujer, aunque aquella
noche no lo hizo.
Sin
embargo, el Pepe Acebo no se paraba en pequeñas; y viendo que lo expulsaban de
su propia casa, lanzó un juramento y me dijo que, de hoy en adelante, hablarían
las armas y ya no las bandurrias.
Y
a manera de confirmar su aserto, extrajo su pistola y disparó un tiro al aire.
Luego
sacó su auto y nos fuimos al Cementerio para no renegar.
Tal
lo ocurrido aquella noche.
Ahora
bien, el día siguiente, la Erika me pidió disculpas; y yo a mi vez le pedí disculpas.
Ya
era sabido, por la noche trifulca y por la mañana disculpa.
Día
tras día, trifulcas y disculpas, disculpas y trifulcas, siempre lo mismo.
La
Erika tenía marcada antipatía a mis amigos, por el solo hecho de que eran mis
amigos.
Muy
pocos se salvaban; el Arturo Borda se contaba entre esos pocos —y eso que era
el hombre más raro que pisa la tierra.
Cuando
iba a la casa, la Erika lo trataba con guante blanco.
Le
ofrecía el mejor asiento y le mostraba revistas, le preguntaba mil cosas y le
pedía disculpas, y luego de servirle masitas en fino plato de porcelana con
servilleta de lino, le invitaba licor en bella copa de cristal de roca.
El
Arturo Borda, muy respetuoso y algo cohibido, bebía con calma; pues ha de
saberse que a la segunda copa empezaba a despatarrar, y a la tercera ya estaba
hablando en aymara.
Y
cosa rara: La Erika escuchaba extasiada, dando a entender que comprendía, como
si el propio Arturo Borda no supiera que el aymara era griego para ella.
Ahora
bien, si he consignado estas últimas líneas, ello se debe a una intención
puramente anecdótica, ya que la Erika, como se comprenderá, no era insincera ni
simuladora, sino que, por el contrario —y considero necesario insistir sobre
este punto—, su actitud solo obedecía al respeto, muy alto de su espíritu.
Por
lo demás, el Arturo Borda solo iba a la casa a la muerte de un obispo; y la
verdad es que cierta vez, habiendo rechazado con gran cortesía la copa que le
ofrecía la Erika, me pidió muy pronto un pliego de papel, y con mano maestra,
le hizo un retrato al carbón, el cual infortunadamente quedó inconcluso, y por idéntica
razón conservo todavía.
El
Arturo Borda, por otra parte, le hizo un apunte a mi hija, cuando esta tenía
seis meses de edad —y ciertamente era muy hermoso.
Solo
que, para gran pena de mi alma, tan valioso dibujo ya no existe.
Se
perdió hace años.
Jaime Sáenz, «La piedra imán», (Editorial Huayna Potosí – La Paz, 1989)
Foto: Jaime Sáenz Guzmán con Alfonso Barrero Villanueva en los talleres Krupp (1977)
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