lunes, 23 de mayo de 2022

«TRILCE»: Selección personal de poemas






X

Prístina y última piedra de infundada
ventura, acaba de morir
con alma y todo, octubre habitación y encinta.
De tres meses de ausente y diez de dulce.
Cómo el destino,
mitrado monodáctilo, ríe.

Cómo detrás desahucian juntas
de contrarios. Cómo siempre asoma el guarismo
bajo la línea de todo avatar.

Cómo escotan las ballenas a palomas.
Cómo a su vez éstas dejan el pico
cubicado en tercera ala.
Cómo arzonamos, cara a monótonas ancas.

Se remolca diez meses hacia la decena,
hacia otro más allá.
Dos quedan por lo menos todavía en pañales.
Y los tres meses de ausencia.
Y los nueve de gestación.

No hay ni una violencia.
El paciente incorpórase,
y sentado empavona tranquilas misturas.



XII


Escapo de una finta, peluza a peluza.
Un proyectil que no sé dónde irá a caer.
Incertidumbre. Tramonto. Cervical coyuntura.

Chasquido de moscón que muere
a mitad de su vuelo y cae a tierra.
¿Qué dice ahora Newton?
Pero, naturalmente, vosotros sois hijos.

Incertidumbre. Talones que no giran.
Carilla en nudo, fabrida
cinco espinas por un lado
y cinco por el otro: Chit! Ya sale.



XVI

Tengo fe en ser fuerte.
Dame, aire manco, dame ir
galoneándome de ceros a la izquierda.
Y tú, sueño, dame tu diamante implacable,
tu tiempo de deshora.

Tengo fe en ser fuerte.
Por allí avanza cóncava mujer,
cantidad incolora, cuya
gracia se cierra donde me abro.


Al aire, fray pasado. Cangrejos, zote!
Avístase la verde bandera presidencial,
arriando las seis banderas restantes,
todas las colgaduras de la vuelta.

Tengo fe en qué soy,
y en que he sido menos.
Ea! Buen primero!



XVIII

Oh las cuatro paredes de la celda.
Ah las cuatro paredes albicantes
que sin remedio dan al mismo número.

Criadero de nervios, mala brecha,
por sus cuatro rincones cómo arranca
las diarias aherrojadas extremidades.

Amorosa llavera de innumerables llaves,
si estuvieras aquí, si vieras hasta
qué hora son cuatro estas paredes.
Contra ellas seríamos contigo, los dos,
más dos que nunca. Y ni lloraras,
di, libertadora!

Ah las paredes de la celda.
De ellas me duele entretanto, más
las dos largas que tienen esta noche
algo de madres que ya muertas
llevan por bromurados declives,
a un niño de la mano cada una.

Y sólo yo me voy quedando,
con la diestra, que hace por ambas manos,
en alto, en busca de terciario brazo
que ha de pupilar, entre mi dónde y mi cuándo,
esta mayoría inválida de hombre.




XXXIII

Si lloviera esta noche, retiraríame
de aquí a mil años.
Mejor a cien no más.
Como si nada hubiese ocurrido, haría
la cuenta de que vengo todavía.

O sin madre, sin amada, sin porfía
de agacharme a aguaitar al fondo, a puro
pulso,
esta noche así, estaría escarmenando
la fibra védica,
la lana védica de mi fin final, hilo
del diantre, traza de haber tenido
por las narices
a dos badajos inacordes de tiempo
en una misma campana.

Haga la cuenta de mi vida
o haga la cuenta de no haber aún nacido
no alcanzaré a librarme.

No será lo que aún no haya venido, sino
lo que ha llegado y ya se ha ido,
sino lo que ha llegado y ya se ha ido.



XXXV

El encuentro con la amada
tanto alguna vez, es un simple detalle,
casi un programa hípico en violado,
que de tan largo no se puede doblar bien.

El almuerzo con ella que estaría
poniendo el plato que nos gustara ayer
y se repite ahora,
pero con algo más de mostaza;
el tenedor absorto, su doneo radiante
de pistilo en mayo, y su verecundia
de a centavito, por quítame allá esa paja.
Y la cerveza lírica y nerviosa
a la que celan sus dos pezones sin lúpulo,
y que no se debe tomar mucho!

Y los demás encantos de la mesa
que aquella núbil campaña borda
con sus propias baterías germinales
que han operado toda la mañana,
según me consta, a mí,
amoroso notario de sus intimidades,
y con las diez varillas mágicas
de sus dedos pancreáticos.

Mujer que, sin pensar en nada más allá,
suelta el mirlo y se pone a conversarnos
sus palabras tiernas
como lancinantes lechugas recién cortadas.

Otro vaso, y me voy. Y nos marchamos,
ahora sí, a trabajar.

Entre tanto, ella se interna
entre los cortinajes y ¡oh aguja de mis días
desgarrados! se sienta a la orilla
de una costura, a coserme el costado
a su costado,
a pegar el botón de esa camisa,
que se ha vuelto a caer. Pero hase visto!



XLI

La Muerte de rodillas mana
su sangre blanca que no es sangre.
Se huele a garantía.
Pero ya me quiero reír.

Murmúrase algo por allí. Callan.
Alguien silba valor de lado,
y hasta se contaría en par
veintitrés costillas que se echan de menos
entre sí, a ambos costados; se contaría
en par también, toda la fila
de trapecios escoltas.

En tanto; el redoblante policial
(otra vez me quiero reír)
se desquita y nos tunde a palos,
dale y dale,
de membrana a membrana,
tas
con
tas.



XLV

Me desvinculo del mar
cuando vienen las aguas a mi.

Salgamos siempre. Saboreemos
la canción estupenda, la canción dicha
por los labios inferiores del deseo.
Oh prodigiosa doncellez.
Pasa la brisa sin sal.

A lo lejos husmeo los tuétanos
oyendo el tanteo profundo, a la caza
de teclas de resaca.

Y si así diéramos las narices
en el absurdo,
nos cubriremos con el oro de no tener nada,
y empollaremos el ala aún no nacida
de la noche, hermana
de esta ala huérfana del día,
que a fuerza de ser una ya no es ala.



LXX

Todos sonríen del desgaire con que voyme a fondo, celular de comer
bien y bien beber.

Los soles andan sin yantar? O hay quien
les da granos como a pajarillos? Francamente,
yo no sé de esto casi nada.

Oh piedra, almohada bienfaciente al fin. Amémonos os vivos a los
vivos, que a las buenas cosas muertas será después. Cuánto tenemos que
quererlas
y estrecharlas, cuánto. Amemos las actualidades, que siempre no
estaremos como estamos.
Que interinos Barrancos no hay en los esenciales cementerios.

El porteo va en el alfar, a pico. La jornada nos da en el cogollo, con su
docena de escaleras, escala das, en horizontizante frustración de pies,
por pávidas sandalias vacantes.

Y temblamos avanzar el paso, que no sabemos si damos con el
péndulo, o ya lo hemos cruzado.



LXXV

Estáis muertos.

Qué extraña manera de estarse muertos. Quienquiera diría no lo
estáis. Pero, en verdad, estáis muertos, muertos.

Flotáis nadamente detrás de aquesa membrana que, péndula del
zenit al nadir, viene y va de crepúsculo a crepúsculo, vibrando ante la
sonora caja de una herida que a vosotros no os duele. Os digo, pues, que
la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte.

Mientras la onda va, mientras la onda viene, cuán impunemente se
está uno muerto. Sólo cuando las aguas se quebrantan en los bordes
enfrentados y se doblan y doblan, entonces os transfiguráis y creyendo
morir, percibís la sexta cuerda que ya no es vuestra.

Estáis muertos, no habiendo antes vivido jamás. Quienquiera diría
que, no siendo ahora, en otro tiempo fuisteis. Pero, en verdad, vosotros
sois los cadáveres de una vida que nunca fue. Triste destino el no haber
sido sino muertos siempre. El ser hoja seca sin haber sido verde jamás.
Orfandad de orfandades.

Y sin embargo, los muertos no son, no pueden ser cadáveres de una
vida que todavía no han vivido. Ellos murieron siempre de vida.

Estáis muertos.




Foto: Rafael Alberti, Georgette y César Vallejo en París, 1931

No hay comentarios:

Publicar un comentario