lunes, 22 de junio de 2020

LUIS GALLEGOS ARRIOLA: «Dicen que nos van a dar tierras»





A Cecilio Quispe 

     La tarde comienza a declinar, las montañas se cubren de sombras, el lago se tiñe de un color azul y el sol pierde todo su brillo para viajar a otros mundos. A esa hora, al calor de los últimos rayos solares, las familias campesinas se reúnen en el Q’oñi K’ucho, el rincón abrigado, donde las tardes son tan tibias y apacibles que invitan al descanso y a la conversación. 

      El Q’oñi K’ucho es un canchón cercado con piedras y rodeado por coposos eucaliptos y retamas fraganciosas. Se ubica a la espalda del conjunto de las casas, al otro extremo, donde todas las tardes duerme el sol. Los hogares de los campesinos, desde los más humildes hasta los más primorosamente arreglados tienen su Q’oñi K’ucho. En este lugar se reposa. Las madres y sus hijas se asean. Inicialmente las hijas la rodean, la colman a la madre de infinitas caricias, luego desatan sus trenzas ya marchitas y las exponen al sol de la tarde para que le devuelva el prístino brillo y el color endrino de los años primorosamente transcurridos en la soledad del campo y la vida casi primitiva de las aldeas andinas. 

     Las hijas inician el peinado y el trenzado que terminan en dos gruesas trenzas que se ocultan debajo del rebozo multicolor. Y la madre, recíprocamente, trenza a sus hijas, empezando por la mayor para terminar con la menor. En un extremo del canchón, el padre con sus hijos se calientan con el sol reconfortante y descansan la siesta. Afuera, en el descampado, la yunta de toros aradores después de la faena agotadora rumia pausadamente. 

    El día se recoge en una serenidad transparente, el viento calmo, las hojas de los gigantescos eucaliptos apenas se mueven, en las ramas más altas con voz aflautada y estridente, como si lloraran de alegría, cantan los chiwankos. Las palomas torcazas en las faldas de los cerros recíprocamente se acarician, en igual forma las gallinas se bañan en la tierra húmeda y fértil de las chacras. El Misti, el único perro, duerme a la sombra que proyectan los eucaliptos. Sus ojos están cerrados, la nariz húmeda y la boca abierta mostrando sus agudos colmillos de donde sale un resuello caliente. 

     El Q’oñi K’ucho es el lugar íntimo donde los padres con sus hijos conversan, se despojan de la pobreza, donde la familia se cohesiona y la miseria se exhibe a la luz del día o se esconde en las sombras de los frondosos eucaliptos. El Q’oñi K’ucho, es también el lugar donde llegan las noticias más breves referentes a cualquier acontecimiento que puede ser fasto o nefasto para los comuneros. En estas circunstancias, por encima del cerco de piedras asoma la cabeza de Marcos Qalamullu. 

—Buenas tardes, hermanos comuneros —saluda. 
—Buenas tardes —contestan todos levantando la cabeza. 

    Luego Marcos prosigue: “Me envía el presidente de nuestra comunidad, don Emilio Quispe y dice que ha recibido un aviso que ha llegado del pueblo, donde nos comunica que debemos viajar el sábado a la hacienda Santa Clara a recibir tierras de la reforma agraria. Ahora paso a otra casa a comunicar esta grata noticia”. Así llegó el mensaje escueto pero conciso. “Dicen que nos van a dar tierras”. 

      En la capital del departamento, en la calle Moquegua, hay un edificio de dos pisos con la fachada pintada de color verde. Durante el día y durante la noche, en la puerta principal de ingreso un hombre permanece sentado en un banco de madera. Tiene la apariencia de ser triste y siempre en actitud pensativa, acaso con muchas deudas, en muy raras oportunidades se le ha visto reír. El transeúnte que pasa por la puerta de este edificio público se lleva la impresión de que se trata de un sobreviviente de una terrible catástrofe. Y quien ingresa por primera vez por esa puerta con la benévola anuencia del hombre tétrico pronto desemboca en un zaguán y en un patio estrecho repleto de personas que conversan prediciendo acontecimientos sin importancia, como la llegada de un nuevo director, el ascenso de algún lambiscón o el traslado a Lima de un empleado pariente del diputado. Y si continuamos su biendo por una escalera estrecha pronto nos encontramos en un callejón donde la madera del piso llega a crujir como si todo el edificio se fuera a desplomar. Por un laberinto de puertas y ventanas se llega a una habitación donde dos mujeres simpáticas y sentadas en cómodas sillas conversan amigablemente. El visitante percibe un olor a marisco que inunda el cerrado ambiente. 

    Y dentro de la habitación con la puerta cerrada un hombre está sentado en una silla giratoria frente a un escritorio presidencial. El hombre, al sentarse solo, posa la nalga del costado derecho y deja en libertad la nalga izquierda. El hombre tiene la cara larga y magra como la de los indios siux. Aparenta escribir en un papel de color azul pero en realidad solo está haciendo planes diabólicos. En ese instante rememora la última experiencia sexual que tuvo recientemente con una secretaria. Las ideas se le extravían, le dan vueltas como las aspas de un molino de viento formando torbellinos en su fantasía. Por fin consigue agruparlas para diseñar una organización muy peregrina para desarrollar el campo. Sus labios resecos esbozan una sonrisa como si en ese instante hubiera puesto término a un problema largamente planeado y, al final, ríe mostrando unos dientes amarillos. Luego sus largos dedos presionan un timbre. Al poco instante se abre la puerta y entra un hombre con cara de conejo y otro hombre con una apariencia de ciego, con gruesos lentes detrás de los cuales unos ojitos diminutos, vivaces y risueños que brillan de euforia. 

    El hombre, desde su escritorio imparte órdenes referentes a la entrega de tierras a los feudatarios y no a los comuneros. Al parecer las ordenes solo son dirigidas al hombre ciego y risueño y no al hombre con cara de conejo. Entonces el conejo, al verse desairado, rumia unas palabras que después flotan, por mucho tiempo, en la habitación. “Así que yo soy solo un entenado, ¿no?” Y un rencor desagradable, como el que debe sentir el esclavo, brota de lo más íntimo de su ser, como sí emergiera un vaho fétido y nauseabundo desde el fondo de un estercolero. 

      El hombre de la cara larga y magra se pone de pie, se frota el glúteo derecho y empieza a caminar por la habitación llena de mapas, cuadros estadísticos y almanaques con mujeres desnudas pegadas en las cuatro paredes. El hombre se detiene en la puerta, sale de la habitación y se para delante de las dos mujeres. A la más flaca le besa en el cuello y a la otra solo en la mejilla, luego abandona la habitación dando largos pasos que se sienten en el estrecho callejón haciendo crujir las maderas del piso. Las mujeres quedan solas y conversan: 

—Qué rico es el jefe, ¿no? 
—¡No digas eso hija! Hoy el beso me ha tocado a mí, anoche estuve con él. 
—Pues mañana el jefe será mío, entonces. 

      El silencio cubre todas las cosas, las arañas salen de las rajaduras de las paredes y la tarde empieza a filtrarse por la única ventana que da a la calle, y una luz amarilla y pálida cubre las cuatro paredes de la sala. Las mujeres ahora están solas y empiezan a agostarse como tantas otras que se marchitan en los oscuros pasillos de los ministerios. Por la calle, en ese instante, pasa un vendedor de tamales y grita. ¡Tamales! ¡Tamales! ¡Tamales! La voz del tamalero se pierde en la calle mezclándose con el trajín de la gente y e bullicio de los niños que juegan. 

      En otra oficina del mismo ministerio, debajo del vidrio de su escritorio, en una estampita, una chica se viste y se desnuda, varios pequeños almanaques exhiben mujeres desnudas con turgentes senos y abultadas posaderas. Al ingeniero Díaz Bazán estas figuras le traen recuerdos de los burdeles que frecuentó en Buenos Aires, donde solía ir durante los quince años que demoró en estudiar su profesión de agrónomo en la Universidad de La Plata. Díaz Bazán, en ese instante, está solo en su oficina, un hondo contraste, una triste penuria lo aflige y lo consume en el recuerdo y la desesperación. Luego piensa: “Los primeros años de mi vida los pasé en la hacienda Santa Clara de propiedad de mi padre. No puede ser cómo esta hermosa propiedad con ganado fino de vacunos y ovinos y yeguarizos que tanto trabajo le costó a mi padre, ahora va a ser entregada a los colonos y a los comuneros. Esto hay que impedirlo, cómo quisiera tener algún poder para que esto no se cumpla. ¡Cómo sufrió él! Ahora recuerdo las temporadas que pasé en la hacienda, en vacaciones después de salir del colegio. Finalmente, me fui a la universidad. Todo el dinero para lograr mi profesión y la de mi hermano Walter, salieron de la hacienda. Si mis hermanas se han casado bien es porque mi padre tiene plata y aún tiene mucho dinero ¿A quién se le ocurre dar esta maldita ley de reforma agraria? Todo para joder, ordenando que las haciendas se entreguen a los indios. Esto es el más grande absurdo. Yo les pregunto: ¿Qué saben hacer los indios? Macanas, si ellos están acostumbrados solo a obedecer, ya veo las haciendas en manos de estos ignorantes, esto va a ser un fracaso. Trataremos hasta el último que esto no prospere. Si vamos a perder la tierra y la hacienda no me queda otro camino que hacer carrera en la administración pública, menos mal que yo me llevo bien con el director, pronto seré jefe de división y finalmente puedo agarrar la subdirección, y punto. Pero que linda hacienda vamos a perder, tengo que luchar para que la hacienda no caiga en manos de los comuneros, ellos sí que no la sueltan porque antiguamente la hacienda fue de ellos, de los colonos todavía se puede rescatar. Si esta reforma agraria la estamos haciendo nosotros, los indios no tienen nada que agradecernos, solo esperamos que las generaciones del futuro nos reconozcan cuando en este país no haya quedado ni un solo indio de mierda. Nosotros hemos perdido las tierras, carajo”. 

     Un intenso sol inunda, por la ventana, la oficina del ingeniero Díaz Bazán. Su preocupación y las hondas penurias lo conducen al borde de la desesperación y lo pueden conducir hasta la locura. 

       El día sábado 18 de diciembre a las ocho de la mañana los ingenieros agrónomos Lorenzo Quispe Pumacusi y Toribio Wallpacondori sacan una camioneta del garaje donde guardan los vehículos de servicio del Ministerio de Agricultura. En un grifo a la salida del pueblo se proveen de gasolina luego toman la carretera que va a la ciudad de Arequipa. El que conduce la camioneta es el ingeniero Lorenzo Quispe Pumakusi. 

—No te parece Lorenzo que las adjudicaciones de tierras debieron hacerse a las comunidades y no a los feudatarios como ahora lo están haciendo. Por otra parte, si les entregamos las tierras a los comuneros nuestros padres serían los directos beneficiarios o beneficiados. 
—Tienes razón Toribio, pero parece que la política del director es marginar a las comunidades y entregar las tierras únicamente a los ex colonos, a los hombres que apoyaron al hacendado a despojar las tierras de las comunidades para así extender las haciendas. 
—Para mí lo más correcto hubiera sido dar tierras a las comunidades, porque el problema está en las comunidades y no en los latifundios. 
—Se puede dar tierras a ambos, así solucionamos de una vez por todas el problema del campesinado en el país. 
—El Director de Reforma Agraria niega la existencia de la comunidad en este departamento. 
—El Director no conoce la realidad de nuestro departamento, precisamente la comunidad indígena llamada Ayllu dio origen a las haciendas, entonces existen las comunidades indígenas. 
—Creando las grandes empresas, quiere el director conservar las grandes haciendas, para que el dueño recoja la plata y se vaya tranquilo y agradecido para el gobierno, quien hace creer a los campesinos que se les va a entregar las tierras a ellos, mientras tanto el gobierno a través de las empresas agrarias que van a resultar otros latifundios explotará a través del Banco Agrario. Con el tiempo los ex colonos beneficiados con la reforma agraria serán los nuevos ricos, llenos de plata, abundante ganado y con buenas tierras y nuevamente surgirá el propietario de tierras. 
—Está claro, si las tierras fuesen entregadas a las comunidades, estas no aguantan el salto al gobierno. 
—No creas, los comuneros son buenos pagadores. 
—Pero hay un compromiso entre el gobierno y los dueños de los latifundios en el sentido de transferir el valor de las tierras a las industrias para que el país se industrialice rápidamente. Además, hay otro compromiso, el de abrir un mercado interno para que las empresas agrarias compren tractores, semillas, fertilizantes, fungicidas y otros insumos. Además, con la industrialización se crearía el proletariado. 

     Entretenidos con este diálogo, los ingenieros agrónomos a gran velocidad, levantando una gran nube de polvo por la carretera, van en la camioneta. El frío de la cordillera cada vez se pone más duro y cortante. 

—Nosotros no podemos hacer nada —dice el ingeniero Lorenzo Quispe. A pesar de que somos hijos de comuneros, por ahora ni siquiera podemos oponernos a la decisión del director. Claro que nosotros conocemos bien la realidad del campo, pero hay un interés muy fuerte por encima de nosotros. 
—Ni que estuviéramos locos para oponernos, en primer lugar, perderíamos nuestro trabajo y truncaríamos nuestra carrera —dice el ingeniero Wallpacondori. A mí me han ofrecido una dirección —agrega. 
—Este año, si Dios quiere, yo agarro también una dirección —dice Quispe Pumakusi. 
—Por eso hermano hay que estar chitón, hacer y obedecer lo que manda el director para ganar su confianza. 
—Yo ya tengo ganada su confianza porque soy su compadre —dice finalmente el ingeniero Toribio Wallpacondori. 

     Los dos ingenieros ríen con gran sonoridad de las ocurrencias que hablaron durante el viaje. La camioneta pronto pasa con velocidad por un puente recientemente construido. Lo dejan temblando al puente por un instante, luego ingresan a un camino carrozable muy bien nivelado. A las diez de la mañana llegaron a la hacienda Santa Clara donde se llevará a cabo la ceremonia de adjudicación de tierras a los indios. 

     En la comunidad de Warimarca con la noticia tan inesperada, el presidente citó a una asamblea extraordinaria para informar a los comuneros el propósito de recibir las tierras de reforma agraria que, en realidad, son las mismas tierras que fueron despojadas a la comunidad por los dueños de la hacienda Santa Clara. El presidente les leyó un legajo fechado en enero de 1973, era un memorial dirigido al Ministerio de Agricultura. El memorial dice: “Escolástico Mamani, en representación de los indígenas comunitarios de Warimarka, notifica que pedimos que nos devuelvan las tierras que nos fueron despojadas por el propietario de la hacienda Santa Clara. Las tierras despojadas se denominaban con los nombres de Leqeleqeni Pampa, Sallqaqollo y otros que hoy se encuentran dentro de la hacienda Santa Clara. Pedimos que sea cumplida esta petición. Es justicia que deseamos alcanzar”. 

   Los comuneros escucharon la lectura con mucha atención. El anhelo de todos era recuperar las tierras después de varios años en posesión de la hacienda. 

    Ese sábado, al primer canto de los gallos, en la casa del comunero Pascual Churacutipa suena un bombo que llama a una tropa de zampoñistas. A la llamada insistente, los comuneros concurren a la hora de partida. Los hombres en gran grupo y las mujeres formando otro grupo, y por delante salen de la comunidad por un camino casi invisible. Las casas quedan solo al cuidado de los ancianos y los perros. El viaje hasta la hacienda Santa Clara es, por los menos, de cuatro horas bien caminadas, porque había que llegar antes de las diez de la mañana hora fijada para la ceremonia de la adjudicación. 

     En la oscuridad de la noche treparon la larga cuesta de Hanqo Apacheta. Al coronar la cumbre descansaron junto a un montículo de piedras en cuya cima encontraron una cruz hecha con tronco de queñua. Los comuneros junto a la cruz dejaron unas hojas de coca y arrojaron unas piedras al montículo para elevarlo aún más, en la creencia que en la apacheta se queda el cansancio. Al otro lado de la apacheta la llanura se ve negra y extensa. 

—¿Creo que va a amanecer? —pregunta Silverio. 
—Falta poco —contesta alguien. 
—Ya estamos en la estación de lluvias, pueda que llueva más tarde —comenta Manuel Wallpa. 
—Así parece —dicen todos, mirando el cielo con nubes. 
—Hay que apurarse, alarguen los pasos —insinúa Cecilio Quispe. 

     Una nube negra se posa sobre la cabeza de los comuneros, gruesas gotas caen al suelo seco y polvoriento. 

    El camino va por una alta montaña en cuya cima blanquea la nieve. En el fondo del abismo corre un río brillante y cristalino, en sus riberas crecen hierbas aromáticas y arbustivas como la qariwa que sueltan sus flores en ramillete amarillo. En el oriente se abre un claror de luz, los rayos del sol naciente se esparcen por el horizonte dilatado de la meseta andina. La luz refulgente gana las cumbres dorándolas con su fulgor, luego la luz baja a las hondonadas y se esparce por encima de las pasturas. Y el campo se viste de colores y la mañana se presenta acogedora en su plenitud. 

     En los Andes del sur están los lagos más hermosos, profundos, solitarios y misteriosos. Sus aguas reflejan toda la belleza de los Andes, con sus parajes desérticos y sobrecogedores. Estos lagos tienen el agua más pura y cristalina porque baja de los deshielos de la cordillera. En sus riberas viven una infinidad de aves, como las blancas wallatas vestidas con el color de la nieve, las panas arropadas con plumas negras y las pariguanas gigantes, vestidas de rojo y blanco. Cuando los comuneros se acercaron a la orilla para bordearla las aves se alejaron hacia la profundidad de la laguna. 

      La laguna Wilaqota tiene el agua del color de la sangre, dicen que es el cráter oculto de un volcán. En sus riberas viven las ajoyas gordas y sabrosas, igual que las panas y las wallatas. La laguna Tujsaqota es de color amarillo y despide un olor semejante al azufre porque contiene gran cantidad de este mineral. En las riberas de esta laguna no vive ninguna ave. La gente dice que todas estas lagunas están encantadas, pues, en el momento indicado, de sus profundidades salen toros con lengua de fuego y despiden bufidos feroces capaces de enloquecer a los viajeros. 

      Hace varias décadas a estas lagunas de las alturas de Los Andes venían los aimaras que viven en las riberas del Lago Titicaca, portando sus balsas de totora. Llegaban el domingo de Pascua de Resurrección al chaco de aves que viven en estas lagunas solitarias. 

      La pampa perdida es un arenal desértico donde habitan los suris gigantes, por el color del plumaje se confunden con el desierto. Cuando el sol se ha levantado dos brazadas desde el horizonte un grupo de pariguanas pasaron volando a gran altura, sus alas extendidas parecían banderas peruanas que flameaban a gran distancia, casi cerca de las nubes blancas del cielo infinito. 

      Después de atravesar el desierto, los comuneros ingresaron a un bosque de queñua. Estos arbustos crecen en las laderas de los cerros rocosos de la cordillera, más abajo están los tolares arbustivos que emiten un olor acre muy característicos. Y pasando este bosque vienen las praderas de pastos nativos donde se encuentran las mejores haciendas ganaderas del departamento de Puno. 

       Desde una distancia de media legua los comuneros divisaron la casa hacienda de Santa Clara, los techos de calamina brillaban con el sol de la mañana y el aire frío y diáfano de la puna corría por el campo. Los comuneros caminaban, eran más de cien personas y antes de ingresar al amplio camino cercado con alambrada empezaron a soplar sus zampoñas. La música milenaria de Los Andes empezó a oírse en las altas cumbres de empinadas peñolerías donde solo habitan los cóndores. El eco devuelve una música dulce y sonora como la idiosincrasia del pueblo aimara. Y tocando un wayño alegre ingresaron al gran patio por un zaguán. El patio estaba empedrado con cantos rodados arrastrados y modelados por los ríos que bajan con gran fuerza desde las cumbres agrestes de la gran cordillera andina. 

        De la cocina de la ex hacienda sale un olor de asado de carnes, el sabor sápido y agresivo se expande por el amplio patio. Una mestiza bien arreglada y perfumada entra y sale de una habitación bien iluminada. En el centro del patio han levantado una especie de estrado armado sobre largas mesas de madera. La gente de los ayllus y los pastores de la ex hacienda y de las otras haciendas colindantes llegaban por turnos con sus danzarines y músicos. Desde un ángulo del patio un hombre con bigotes chorreados y ojos de chino, con una bocina de hojalata empezó a llamar a todos los beneficiarios de la reforma agraria. Los promotores y las asistentas sociales los acomodan en largas filas entregando a cada grupo banderines y cartelones alusivos al momento político que estaba viviendo el país, tales como: “Tierras para los comuneros”, “La tierra es para quien las trabaja”, “Viva la Revolución”. El hombre de la bocina de hojalata invita a entonar el Himno Nacional. En este instante los campesinos empezaron a mirar el cielo azul y profundo, después miraron las cumbres de las montañas y los llanos amarillos de los pajonales, por último miraron al sol refulgente que al instante cegó a todos y todos empezaron a llorar con lágrimas que les brotaban de los ojos. Todos cantaban el Himno Nacional en su condición de indios aimaras y quechuas. 

       El hombre flaco con la cara larga y surcada de arrugas ahora vestido de cholo con poncho subió al estrado y comenzó a hablar: “Por mandato de una Ley y porque así lo determina la revolución, hoy, 18 de diciembre, estas tierras que fueron de las haciendas serán entregadas a los campesinos beneficiarios de la reforma agraria, para que las trabajen. Ahora elijan a sus directivos”. Los promotores y las asistentes sociales les ayudaron a dar sus votos para que salga como presidente de la cooperativa el ex administrador de la hacienda Santa Clara, los demás miembros de la junta directiva fueron llenados con algunos campesinos de comunidades, después todos firmaron en unos papeles largos, los que no sabían firmar pusieron sus huellas digitales, en seguida los hombres y las mujeres de los ayllus y los pastores de las haciendas desfilaron tocando sus zampoñas por delante del estrado de donde los técnicos aplaudían. 

     Después de esta ceremonia los ingenieros y los técnicos ingresaron a una habitación donde empezaron a comer en abundancia trozos de carne asada y a beber cerveza. En la noche se inició un gran baile a puerta cerrada. La música de un toca caset escapaba por la puerta cerrada. Todos estos actos los comuneros y los pastores de las haciendas miraban desde las paredes de los cercos, parecían ajenos a la fiesta y a la reforma agraria, solo son los técnicos y las mestizas bailaban. Y antes que llegue la noche se retiraron los comuneros en el mayor silencio por todos los caminos. Iban como derrotados y llegaron a sus casas pasada la medianoche. 

    Esa noche, el hombre flaco con la cara surcada de arrugas, en otro predio, en la ex hacienda Ocomoro, pasó su mejor noche. El frío de la cordillera desgajó las estrellas que caían en racimos de luz que iluminaron la noche oscura llena de fantasmas. Para el hombre flaco fue una noche inolvidable. De antemano, con cierta premeditación, fue preparada la habitación por doña Petita, mujer reseca como los viejos qollis que crecen y se marchitan en las quebradas andinas. En los largos años de trabajo en la administración pública, en las oficinas burocráticas se había especializado en preparar planes amorosos para sus jefes. 

       En una pequeña habitación ófrica, una mísera vela de sebo de llamo macho alumbraba el estrecho recinto. En un rincón un viejo catre de madera donde muchas noches descansaron los fatigados cuerpos de los dueños de la hacienda, se improvisó la cama. Una destartalada silla junto a una pequeña mesa con las patas quebradas completaban el mobiliario de la habitación. La vela de sebo de camélido empezó a temblar como una vieja y dos sombras alargadas empezaron a desnudarse y acostarse en la cama, después la luz de la vela de sebo se fue a otra habitación y el pabilo se consumía lentamente. 

     Fue una noche de amor perdido, inolvidable y tierno, tranquilo y reconfortable. Dos almas se amaban intensamente y dos cuerpos se unían. 

—Te amaré siempre Isabelita… 
—No te creo, no digas eso, solo me quieres para tus caprichos y apetitos, si tú eres casado, no finjas, no mientas. 
—Tú también eres casada, Isabelita, eso qué tiene, es mejor así, y así es nuestro destino, así es nuestra suerte. 

      Después, un acceso fatigoso llenó la habitación. Afuera la noche era fría, la negrura de la noche cubría el campo, los perros empezaron a aullar, los zorros en celo cantaban carcajadas citando a las zorras para la fiesta del emparejamiento. 

      En la habitación contigua de la pareja amorosa, doña Petita lamentaba su desgracia y su destino. La soledad de la vida, su abandono y su condición de mujer especializada en preparar planes amorosos para sus jefes la atormentaba. Los largos años transcurridos, su vida gris y sin importancia la consoló de toda esta miseria humana y empezó a llorar. A veces el llanto lava momentáneamente los pecados. 

     A los pocos meses, después de la entrega de tierras a los feudatarios, la cooperativa agraria empezó a cercar los campos de pastos con alambrado especialmente los linderos con las comunidades vecinas. El cerco bajaba desde la cumbre de los cerros hasta las pampas y hoyadas para trepar hasta la cima de la cordillera. Las comunidades quedaron aisladas y sin tierras, entonces recién comprendieron los comuneros que todo había sido falso y un engaño. 

     En la tarde sin viento, al abrigo del calor del sol en el poniente, las familias comuneras volvieron a reunirse en el Q’oñi K’ucho para descansar y hacer comentarios. Desde una rama alta volvió a cantar el chiwanco y la tarde empezó a declinar. El gigantesco eucalipto movía lento sus ramas, a su sombra duerme el perro y las palomas torcazas detrás de los cercos de piedra terminan de solazarse. Y la vida continua igual girando como una enorme piedra que baja desde la cima alta de la montaña. 

     Marcos Quispe regresa a su comunidad después de haber servido durante dos años en el ejército. Una mañana bajó a la pampa a pastar el ganado ovino de sus padres y mientras los animales ramoneaban la hierba seca recordó claramente y precisó algunas contradicciones que él había observado en su vida de soldado. 

    “Un día lunes, el jefe de la compañía nos ordenó a veinte soldados que debíamos montar guardia en un edificio de cinco pisos ubicado en la esquina de la plaza de armas de la ciudad. La orden que recibimos fue la de cuidar el interior del edificio y garantizar la vida de los ocupantes. Nos dieron orden de disparar en caso de ataque. Yo observaba que a este edificio, todos los días, entraban en la mañana personas de distintas profesiones y salían al mediodía y luego se alejaban en sus automóviles en distintas direcciones. Ahora me pregunto: ¿Si eran amigos del pueblo por qué necesitamos protección? Si eran enemigos del pueblo más bien había que protegerlos. Entonces esta gente que trabajaba en el interior de ese edificio eran enemigos del pueblo”. 

     Marcos, con estas reflexiones pasó el día en el campo, por la tarde regresó a la casa de sus padres. Otro día Marcos con Pedro Vilcacutipa, viajaron a la ex hacienda Santa Clara, ahora gran cooperativa agraria para observar de cerca a los ex colonos. Se convencieron que casi nada había cambiado en dos años. Los antiguos colonos eran asalariados de su empresa. 

     Las viviendas eran las mismas casuchas miserables del tiempo de la hacienda, lo extraño y lo nuevo era que junto a esas casuchas había camiones estacionados de propiedad de los socios, ellos habían adquirido buenas casas en la capital de la provincia. Para el ganado fino, llamado reproductor, habían construido nuevas instalaciones y un médico veterinario cuidaba la alimentación y su estado sanitario. La salud de los trabajadores estaba descuidada, tal vez había hasta enfermos. 

     Cuando estaban observando este estado de cosas fueron sorprendidos por los vigilantes de campo quienes le preguntaron: ¿Qué es lo que buscan? Ellos contestaron que buscaban a un pariente de apellido Qorimaywa. El vigilante les dijo que entre los trabajadores de la empresa no hay ninguno de ese apellido, les dijo que se retiraran de inmediato, de lo contrario los iba a denunciar como a invasores, para que sean encarcelados. 

     Los jóvenes comuneros se retiraron en silencio. En el trayecto del retorno por un camino invisible en medio de pasturas vieron majadas de ganado ovino fino, también vieron vacas de alto rendimiento. El ganado wajcho de los trabajadores había aumentado en cantidad, más no en calidad. Este ganado se pasteaba en un lugar rocoso señalado por el gerente. 

     En el camino los dos amigos intercambian opiniones. Pedro Vilcacutipa contó a Marcos que él conocía la organización de los sindicatos de los trabajadores donde actuó en muchas huelgas y paros. El sindicato está formado por los trabajadores, dijo. El sindicalismo está basado en el sentimiento de camaradería similar a la conciencia de ser comunero. La reivindicación de los derechos de los trabajadores, es igual al derecho de los comuneros por la tierra para poder subsistir. Estas ideas Pedro las había aprendido en los distintos sindicatos donde actuó como militante. Los comuneros, ante estos hechos reales, decidieron recuperar las tierras usurpadas por los hacendados, ahora en poder de las cooperativas agrarias. En las reuniones los dos jóvenes intervenían activamente aportando nuevas ideas y una estrategia de acción. Y la mañana del día lunes de la primera semana del mes de marzo, cinco comunidades con cerca de tres mil comuneros recuperaron las tierras despojadas. Esa mañana, un largo tumulto de gente salió de la quebrada del puma. Por delante iban los dirigentes portando en alto cincuenta banderas peruanas. Una numerosa tropa de zampoñistas ejecutaban una música marcial, mezcla de qajelo y wayño cordillerano. La música del ande peruano resuena en la distancia, el eco regresa de la quebrada para ganar la llanura sin límites que lleva el viento por todo el Altiplano Andino. Atrás, grupos de mujeres y niños, ancianos y desvalidos vienen en tumulto, y antes que salga el sol la ex hacienda Santa Clara, hoy cooperativa agraria, estaba ocupada por las cinco comunidades legítimos dueños. Ellos habían recuperado la tierra porque así estaba escrito en los viejos papeles, porque así también determinan la tradición comunitaria y la justicia tal como ellos la entienden. 

     En la capital del departamento, en el edificio de cinco pisos ubicado en la esquina de la plaza de armas, se nota un ajetreo y finalmente salió una orden casi secreta para desalojar a los invasores por medio de la fuerza armada. El día jueves de la misma semana de marzo, treinta carros del ejército llenos de soldados y seguidos de varios tanques ocuparon la llanura de Supaypampa. Los comuneros se habían ubicado en las faldas de los cerros. El ex soldado y sindicalista y varios dirigentes, bajaron portando una bandera blanca y se dirigieron al lugar donde estaban los jefes. La entrevista fue breve. El jefe del batallón ordenó abrir fuego, los soldados se negaron disparar apuntando sus armas al cielo. Se vivió momentos de mucha tensión. Un silencio profundo se vivió a esta actitud y determinación de los soldados en que se negaron a disparar a los comuneros. Los jefes hablaron entre ellos y ordenaron retirarse simulando que tenían que hacer maniobras en otro lugar y después regresaron a su cuartel. 

     El quince de abril en la plaza de armas de la capital del departamento, se llevó a cabo un gigantesco mitin de protesta y en apoyo a los comuneros que habían recuperado sus tierras. Cerca de diez mil campesinos llenaron la histórica plaza. Los oradores, todos ellos comuneros y dirigentes sindicales, reclamaban justicia y pedían la inmediata libertad de los presos. Al terminar la manifestación una larga fila de comuneros recorrieron las principales calles de la ciudad. Al día siguiente los trabajadores y obreros del centro minero decretaron un paro de cuarenta y ocho horas en apoyo a los comuneros del altiplano.

Este cuento pertenece al libro: «Cuentos de Q'oñi K'ucho» de Luis Gallegos Arriola, editado el año 1984. El año 2016 el Centro de Investigación Cultural - Teatro «Yachaq Illa» adaptó este cuento para realizar una obra teatral de gran éxito en la ciudad de Puno. La dirección de este proyectó recayó en el polifacético artista Lizandro Aguilar Cotrado.



LUIS GALLEGOS ARRIOLA
(ILAVE, 1919)

Extraordinario y prolífico narrador, es uno de los más populares y conocidos escritores puneños, debido a sus cuentos cargados de sátira y humor. Sus narraciones reflejan los problemas y vivencias de los diversos pueblos altiplánicos, llevan consigo un excelso aire tragicómico y a la vez una profunda reflexión social. Trabajó como profesor rural en los Núcleo Escolares Campesinos, estructuras educativas que consolidaron a las comunidades campesinas. Impulsó estudios antropológicos en el Instituto Indigenista Peruano y luego en el Proyecto Puno – Tambopata. Trabajó durante muchos años como periodista en el diario «Los Andes», decano de la prensa regional y ha publicado numerosos libros de cuentos y novelas cortas de corte histórico y erótico y además fue antologado en libros que recogen lo mejor del cuento peruano. Recientemente ha sido incorporado al Colegio de Antropólogos del Perú, por su trabajo narrativo y periodístico en este campo. El 10 de octubre del 2019 alcanzó la edad de 100 años, el secreto para ello es una vida destinada al amor: a su familia, a su obra y a su pueblo.