miércoles, 14 de diciembre de 2022

LUIS GALLEGOS ARRIOLA: «El muerto bailarín»




    ¿Quién me hace estas bromas? Cada año se me extravía un disfraz. Si yo los cuento bien y por repetidas veces; cuando son por docenas cuento pares, para no confundirme, y todo me sale exacto. El año pasado, en esta misma fecha, el mismo día, se me ha perdido el disfraz de vampiro, el anteaño pasado el de dragón, el tras anteaño pasado el de caporal, ni ya recuerdo el resto: la pérdida de disfraces la vengo sufriendo desde hace diez años. 

    Estas reflexiones las hace cada año un insigne bordador de disfraces para los danzarines de la fiesta de la Octava de la Virgen de la Candelaria. En su enorme almacén de la avenida Laykakota, los disfraces están correctamente adosados sobre andamios de madera, listos para ser entregados a los conjuntos que los van a alquilar con anticipación de varios días. Pero, cada año, el maestro bordador se queja que algún disfraz se le pierde en la víspera, a pesar de que tiene gran cuidado en confeccionarlos durante todo el año. Los hilos de oro y plata, las piedras preciosas y demás elementos los importa del extranjero; los paños y adornos también vienen de países exóticos. Es tal la fama del maestro Eufracio Valencia que es conocido en todos los pueblos del Altiplano, todo reside en la preciosidad y combinación de colores y los matices que ostentan los diversos disfraces que prepara con especial esmero. 

    Tengo que esperar la hora más adecuada, el minuto propicio para ingresar al establecimiento de bordados del maestro Eufracio, y así sustraer el disfraz que elijo, cada año, para bailar en la Octava de la Virgen de la Candelaria, no me entretengo mucho y cojo el que tengo más a mano. El año pasado me fue más fácil ya que el maestro viajó a un pueblo cercano, en esa ocasión me llevé el disfraz de vampiro.

    El día lunes de la octava de la fiesta, a la una de la mañana, abandono mi tumba en el cementerio. Cubro con ladrillos la entrada para que el guardián no sospeche que hay un sepulcro vacío y se arme el alboroto. El año pasado casi descubren que una tumba había sido abandonada por su morador. Hace diez años que llevo muerto. Fui socio fundador y primer presidente del conjunto Rey Moreno del barrio más populoso de la ciudad; y son esos mismos diez años que aprovecho para incorporarme a mi conjunto, porque las circunstancias se tornan propicias. Los danzarines ingresan al cementerio y ahí me incorporo al grupo y luego bailo solemnemente todos los días de la semana hasta que la fiesta termine, tras eso vuelvo a mi tumba y descanso hasta el próximo año. 

    Que me disculpe el célebre Eufracio Valencia, soy yo el culpable del extravío de sus disfraces, yo soy el muerto que se los roba para bailar. Este año me llevaré un disfraz de oso, prometo que oportunamente se lo devolveré. 


Este cuento pertenece al libro: «Cuentos de Q'oñi K'ucho» de Luis Gallegos Arriola, editado el año 1984 y también en el suplemento literario del diario "Los Andes", con fecha del 8 de febrero de 1981.


LUIS GALLEGOS ARRIOLA
(ILAVE, 1919 - PUNO, 2020)


Extraordinario y prolífico narrador, es uno de los más populares y conocidos escritores puneños, debido a sus cuentos cargados de sátira y humor. Sus narraciones reflejan los problemas y vivencias de los diversos pueblos altiplánicos, llevan consigo un excelso aire tragicómico y a la vez una profunda reflexión social.

Trabajó como profesor rural en los Núcleo Escolares Campesinos, estructuras educativas que consolidaron a las comunidades campesinas. Impulsó estudios antropológicos en el Instituto Indigenista Peruano y luego en el Proyecto Puno – Tambopata. Trabajó durante muchos años como periodista en el diario «Los Andes», decano de la prensa regional y ha publicado numerosos libros de cuentos y novelas cortas de corte histórico y erótico y además fue antologado en libros que recogen lo mejor del cuento peruano. Recientemente ha sido incorporado al Colegio de Antropólogos del Perú, por su trabajo narrativo y periodístico en este campo. El 10 de octubre del 2019 alcanzó la edad de 100 años, el secreto para ello es una vida destinada al amor: a su familia, a su obra y a su pueblo.


Dibujo: The Dance of Death (1493) by Michael Wolgemut, from the Nuremberg Chronicle of Hartmann Schedel.