domingo, 2 de junio de 2019

FEDERICO MORE: «Oración fúnebre del amor completo y de la mujer perfecta»




Jamás pudiste pronunciar bien o en mediano español el nombre de quien mereció la gloria y la gracia de tu amor último. Deja, Marcela, llamarte en español. Para el amor, todos los idiomas son mal francés.
 Te conocí en las postrimerías de tu primera juventud, la única maravillosa y, por maravillosa, tuya. Hoy, cuando mi segunda juventud termina, debo dedicarte un ardiente y emocionado recuerdo.
 Te mataron el amor y la alegría. Te mató el alegre vicio de amar. Tu único disgusto fue la tumba bajo tus ojos verdes cuando apenas tenías diecinueve años. Infelices los sobrevivientes.
 De tu aldea mediterránea llegaste, una tarde brumosa y húmeda, a la gran ciudad mercantil y galante; a la fantástica Buenos Aires, devoradora de belleza y energía. Caíste como un jazmín en una nebulosa. Lucía tu cara los colores adolescentes de las vírgenes antiguas. Tu boca era fina y optimista. En tus ojos irradiaba la córnea azul de los recién nacidos. Tan bonita surgías y los hombres te miraban de tal modo, que al fin descubriste que tu destino era el amor. Ninguna mujer bonita se opone a su destino. Oponerse al destino, Marcela, tú lo sabías, es el amargo destino de los hombres inteligentes. 
 La gran ciudad donde la multitud no mira a nadie, te concedió un momento de gloria venusta. Entre los miles de mujeres hermosas; entre los cientos de miles de mujeres elegantes, tu figura sencilla y pueril tuvo la triunfal resonancia de una gran noticia en un diario de la tarde.
 En tu primer templo —Corrientes de San Martín a Cerrito— compartiste con otras divinidades la adoración de los hombres. Luego, cuando aquel viejo millonario renovó en tus ojos sus deseos, señoreaste en el cabaré. Durante un tiempo infinito de seis meses —quién sabe cuánto son seis meses en Buenos Aires— fuiste reina de la coruscante sala de baile. Te pertenecieron el mejor vestido, el auto más caro, la joya más linda. 
 Al influjo de tu risa infantil se aplacaron las disputas. Ningún hombre —ni aun el saturado con el mal vino del cabaré— dejó de alegrarse cuando tu voz clara sonaba incomparablemente bajo tu cabello rubio. Cabello de un rubio alsaciano. Rubio germánico, agraciado, embellecido por el sol de Mediodía.
 Fui tu amigo en la hora esplendorosa del triunfo, cuando miles de pesos rodaban a tus pies y cuando las luces de cabaré parecían encendidas para adularte. Fui tu amigo en los días de tu tango mal bailado, encanto de bailarines; cuando por tu capricho, la orquesta —orquesta crujiente de la edad del shymmy— durante una noche entera tocó solamente valses anticuados, valses llenos de suspiros y de saludos. Fui tu amigo en esas noches: el mantel de tu mesita de cabaré, debía, antes de ser tendido para que lo mancharas con champaña al hielo, ser macerado con perfume de musgo. A la muchacha le envanecía regalarte profusamente la suave esencia. Hasta Marieta, la italiana vendedora de niñas y flores, se complacía en obsequiarte los jazmines más blancos, las violetas más frescas, las más pomposas rosas, los claveles más lindos. Hasta Marieta, avara y trajinadora sintió que en su embrutecido corazón florecía tu belleza. 
 Fui tu amigo en esos días y te hizo gracia mi aburrimiento sistemático, en medio del bullicio del cabaré. Te reías como una loca ante mi seriedad de suramericano indígena, ante mi analfabetismo coreográfico —analfabetos modernos son quienes no saben bailar, ha dicho Pitigrilli— y ante mi indiferencia por quienes nos rodeaban.
 Tu gloria se apagó en el cabaré, no porque hubiera mujeres más bonitas que tú. No las hubo. Tu gloria se apagó porque en el cabaré las glorias aburren. ¡Te acuerdas de aquel café de la Avenida Mayo, de aquel café donde Santiago Rusiñol —te expliqué su fama—se hastiaba, solo y triste, en un rincón, saboreando su copita de anís? Rusiñol tuvo quince días de gloria en Buenos Aires. Después, su compañero fue el anís. Tu brillaste seis meses. Como que valías mucho más que Rusiñol. Luego, y hasta tu muerte solo tuviste un compañero.
 No supiste soportar la vida oscura. Conocías tu belleza y sabías que, en nombre de ella, te era debida tu celebridad. Cuando tu estrella empezó a apagarse, estabas más bonita que nunca. La niña aldeana de la primera hora; la niña robusta, fresca y sana que llegó a Buenos Aires una tarde brumosa y húmeda, había sido reemplazada por una criatura lánguida y frágil. En vez de las rosas vibrantes, en tus mejillas floreció el nácar mortecino. Tu boca perdió el optimismo escolar de dos años antes; pero ganó en elegancia nerviosa, en comprensión de la vida y en exquisitez sentimental. Tu voz no poseía la metalicidad cristalina del día de tu llegada; pero sonaba con ternura opaca y acariciadora. Parecías más alta y estabas más esbelta porque el ejercicio del amor te dio silueta y paso, cadencia y línea, movimiento y ritmo.
 El solo espectáculo de tu belleza no te consolaba. Te negaste a seguir traficando con ella y —buena aldeana de Europa— con tus ahorros y con la corta fortuna —un escritor no es un millonario— de aquel que te amo tanto, quisiste organizar una vida familiar apacible; pero las mujeres hermosas y los hombres de genio, son incapaces de esa vida. El cabaré te llamo de nuevo.
 Habíamos vivido un año de amor. Un año bajo el auxilio de Eros. En tan dulce tiempo, hice las dos únicas cosas que deseo en la vida: amar y leer. Y en las treguas lánguidas, en esos instantes en que parece que algo o alguien nos ha hecho el vacío en el cerebelo, contarte largas historias inverosímiles o recitarte versos galantes, explicándotelos palabra por palabra. Cierta vez comprendiste unos versos de Rubén Darío. Tu sagacidad prodigiosa te hizo pronunciar el nombre magistral: Verlaine. Te enamoraste del vizconde rubio de los desafíos y te estremeciste —oh, Marcela, católica, europea como Isabel de Hungría— ante la idea de una amor sacrílego con el abate joven de los madrigales.
 El cabaré te llamó de nuevo. La tristeza te era insoportable. El cabaré te recibió en los brazos gélidos, albos y mortales de la cocaína. La tristeza te llevó, en sus manos palúdicas, la cajita de plata y la diminuta espátula de marfil. Y tu graciosa naricilla respingada, tu nariz tan meridional, conoció la caricia anesteciante del poderoso y mirífico polvillo blanco. Por tus encías frescas como las rosas, fragantes como los duraznos, rosadas como las ciruelas de  Japón, el alcaloide pasó adormecedor y fulminante.
 Y así como fuiste frenética en lujo y frenética en el amor, fuiste frenética en la coca. Tu cuerpo, en el que no había ni un milímetro insensible, tembló férvido bajo la acción del clorhidrato exaltador. Tu instinto de voluptuosidad tan seguro e infalible —siempre supiste qué órgano debías poner y en dónde debías ponerlo— se aguzó hasta la maravilla. Habías centuplicado tu capacidad de gozar y atomizado tu capacidad de vivir.
Mi egoísmo pensó en cancelar nuestro amor. Pero vi la canallada y no quise dejarte sin compañero. La cocaína te mató en seis meses. Fueron los seis meses gloriosos en año y medio de pasión. En tu belleza no se alteró ni una línea. La cocaína te devoró por dentro. Te comió el hígado, te hizo saltar el corazón, te desquició los riñones. Pero la tragedia visceral no tuvo tiempo de traducirse en tu cuerpo y en tu rostro. Fuiste bella hasta el instante mismo de desaparecer. Te ahogaste suavemente en un dísnea digna del minuto supremo, en una dísnea que Afrodita, de no ser inmortal, desearía para morir.
 Tus ojos, agrandados, eran más verdes que tu esperanza de vida y amor.
No pude ni supe impedir que tomaras coca. Entendí que ese era tu destino. Tu risa alegre me convenció siempre. Nunca logré ni una frase severa o un juicio indignado para morigerarte.  Fuíste perfectamente bella, porque fuiste perfectamente alegre. Ni tú ni yo éramos sentimentales y el romanticismo nos hacía cosquillas. Por eso lo usábamos con prudencia y sabiduría. 
 También la muerte fue galante contigo: llegó despacio, con pantuflas de confidente terciopelo; te abrazó con suave perfidia, te sedujo y te besó engañándote; y , al fin, se apoderó de ti como en un rapto seductor. Eran las seis de una mañana de primavera; la hora de salir del cabaré ; la hora gris, rosa y azul: la hora de las ojeras y del último taxímetro. El instante de morir debió parecerte un instante de sumo deleite.
 Tu córnea se azuló en grado celeste, se depuró tu perfil, se quintaesenciaron tus manos; tu boca readquirió la gracia cándida del día en que saliste de Europa. Pediste un espejo. Te contemplaste con mimo. Y el abismo perdurable te abrió sus puertas. Con un espejo en la mano, entraste a la Eternidad.
 De todo esto, oh Marcela sin par entre todas las mujeres, no hace sino un año. Un año hace apenas que tu cadáver y yo, solos, fuimos al cementerio. Volví sin compañía.
Gracias a tu muerte he encontrado mi destino, mi único destino: errar buscando tu imagen; caminar con la esperanza de encontrarte de nuevo. Nuestro amor, tan humano, tan profundo, tan libre de reservas, tan lleno de misterios; nuestro amor. Marcela, bien vale dos vidas. Porque fue un amor de dos seres de carne y hueso, que, en un minuto sin definición, comprendieron que la vida se ha hecho para amar.
 Sé que no te veré nunca. Y, sin embargo, Marcela, no me atrevo a decirte adiós.  

Este hermoso texto se halla en el libro «Prosas de la luna y del mar» de Federico More, impreso en los Talleres Gráficos de la Empresa Editora Peruana, en Lima el año 1941. El libro fue reeditado en el 1er Festival del Libro Sur - Peruano el año 1958 gracias a la labor de Luis Nieto. 

Foto: Cartel de la revista del escritor alemán y director de cine Franz Wolfgang Koebner.
  

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