domingo, 31 de mayo de 2020

Jaime Sáenz: «LA PIEDRA IMÁN»




XVIII

            En un lóbrego sótano, muy pequeño y húmedo, con olor a nuevo, ha guardado y a fierro enlozado, es decir, con color a Hong Kong y a manufacturas japonesas, hubo de fraguarse cierto acontecimiento —esto es, mi matrimonio.
            Era alta y rubia; era ingenua y sana; y sus ojos, de un color entre azul oscuro y violeta pálido, eran de verdad muy claros.
            Pero no era hija del país: Había nacido en Zwickau (la tierra de Schumann), y, por lo tanto, no le gustaba el ají.
            En cambio, le gustaba el vuelo del moscardón, que volaba en misteriosos espacios del cuarto junto al alma de Juan, con un zumbido vivo y profundo, con un olor a jabón y a ropa lavada en medio de torrentes de luz, cuando a todo esto, temprano por la mañana, se dejaban escuchar en la radio los valses de El caballero de la Rosa de Richard Strauss.
            A un principio vivimos en la casa de mi madre. Primero en la avenida 20 de octubre, y después en el pasaje Juan de Vargas, entrando por la calle Abdón Saavedra; y luego fuimos a parar a un cuarto oscuro y frío, en la calle Fernando Guachalla, que una señora llamada Rosa Llosa tuvo la bondad de alquilarnos, con algunos muebles y un cómodo sillón de madera con almohadones de tela color café a cuadros.
            Allí leí La montaña mágica —y si mal no recuerdo, la lectura duró sus buenos tres meses, pero la verdad es que me hizo vivir momentos de auténtica grandeza.
            Por lo demás en aquellos tiempos era joven, y todo parecía fácil y sencillo, pues en realidad había tiempo —y como todo tenía tiempo, había tiempo para todo.
            Por otra parte, en cualquier esquina de la ciudad uno encontraba paz y sosiego, y había cientos de tiendas en las cuales uno podía beber tranquilamente una copa.
            A ese paso, mi mujer era hasta tal punto comprensiva, que no hacía problema ni renegaba, sino cuando me tambaleaba y cometía atropellos de puro borracho, cosa ésta que por desgracia sucedía con demasiada frecuencia.
            De tal manera que una vez me dijo: Ten cuidado. Si sigues con la copa, yo me voy.
            Lo malo es que yo seguí con la copa.

            En 1946 nació mi primer hijo. Solo vivió tres días.
            Mi segunda hija —que sería la última— vino al mundo en 1947.
            Al cabo, la Erika —que así se llamaba mi mujer— pidió el divorcio, y luego se fue a Alemania sin decirme nada.
            Pues quién te dice que yo —sin sospechar ni remotamente lo sucedido— un buen día me preparo, y voy a su casa con una torta y con una velita para congratular a mi hija en el primer aniversario de su nacimiento, y me encuentro con la noticia de que había partido para siempre.
            ¿Qué hacer?
            Por aquellos días precisamente se conmemoraba el Cuarto Centenario de la fundación de La Paz con una gran feria en Miraflores, y no pude menos que encaminarme en derechura de la referida feria a festejar mi infortunio.

            Y cosa extraña si la hubo: Veinte años después me escribió mi hija —y también la Erika.
            Lo malo es que mi hija me escribía en alemán, pues no sabía una palabra de castellano.
La Erika recordaba los tiempos idos; y lo hacía con no sé qué encanto no desprovisto de cierta amargura.
            Como no podía ser de otra manera, tan inesperado acontecimiento me causó hondísima impresión, y con pena inenarrable, yo a mi vez recordé los tiempos idos y, por otra parte, me preguntaba por qué el olvido era tan extraño, por qué la vida era tan extraña.
            ¡Y qué haber de cosas y de circunstancias, a cuál más extrañas!
            La verdad es que el matrimonio constituyó para mí una alta enseñanza.
            Comprendí que el hombre no necesita volverse padre, ya que lo es por esencia; y si engendra un hijo, es para conformarse plenamente.
            Y aprendí asimismo que un niño es ya padre, de igual manera que una niña es ya madre.
            Esto aparte, el matrimonio enseña a conocer y amar lo doméstico —cosa de la mayor importancia para el hombre, por lo mismo que éste lleva la peor parte en el enfrentamiento con la soledad del mundo.
            Pues lo doméstico, extrañamente, le enseña a conocer y amar la soledad del mundo, que en definitiva no es sino su propia soledad.
            Ahora bien, contrariamente a lo que muchos imaginan, la así llamada felicidad no tiene absolutamente nada con común con el matrimonio.
            El matrimonio es tribulación y tormento que se debe sufrir calladamente.
            Es un camino de espinas, una cruz que se debe llevar a cuestas con dolor y amargura.
            Así las cosas, muy pronto, la vida se torna mera costumbre y rutina y, al cabo, cuando se cierne la oscuridad sobre la redondez del mundo, te atrapa la tumba.
            Esto para el hombre débil, que solo por temor a la soledad y no por amor ha fundado un hogar.
            En cambio, para el hombre fuerte, que vive con grandeza y altura, que sabe sufrir y gobernar, el matrimonio será siempre una alta enseñanza —una fuente inagotable de humanidad y sabiduría.
            Un mundo siempre nuevo, cargado de revelaciones y descubrimientos.
            Claro que todo esto depende de la suerte, y la verdad sea dicha; pues en realidad todo matrimonio es providencial. Es una fatalidad, un mandato del destino. No es cosa gratuita.
            Por lo demás, en los tiempos que corren, el matrimonio está de capa caída, es muy cierto; pero así y todo parece que las parejas que se unen libremente, lo hacen en razón de motivaciones auténticas.
            Y si desechan el matrimonio y lo consideran un mero formalismo burgués, allá ellos.
            Sin embargo, recuérdese que cualquier evasión es negación, pues en mundo en crisis no caben los experimentos, y lo único que importa es vivir experiencias.
            ¿Quién no se siente reconfortado y conmovido ante el espectáculo de esas parejas de adolescentes que se lanzan valientemente al matrimonio y se casan como Dios manda, con testigos y padrinos y con repiques de campanas y ramos de flores y todo lo demás?
            Yo me siento conmovido.
            Y si soy fanático partidario del matrimonio, es porque guardo el más profundo respeto por el hogar.
            Pues ¿quién será aquel que se muestre ajeno al contenido del hogar, y reniegue así de su condición humana?
            Si hay errantes y peregrinos, es porque recorren incesantemente los caminos en pos del hogar.
            Un clavo retorcido, una astilla de madera, un objeto cualquiera, representa ya el hogar, en la medida que el referido objeto ansia un lugar.
            Un lugar, en definitiva, no es sino eso que se llama la patria; un cielo, una agua, una tierra.
            Nadie podrá olvidar la significación del hogar, sino a riesgo de perder irremisiblemente su propia interioridad, pues el hogar es el solo hito que te permite identificar el lugar que más ocupas en el mundo.

            Ahora bien, mi vida de hogar discurrió bajo el signo de la violencia, de la discordia, del miedo y la pesadumbre.
            A decir verdad, en mucha parte el culpable fui yo.
            Sin embargo, no pocas veces se daban ciertos momentos felices, ciertos sucesos realmente gratos, todas cosas que de algún modo equilibraban la balanza.
            Ahora vivíamos en una casa antigua y misteriosa, que una familia alemana nos alquilaba, con gruesas paredes y fornidas puertas, con olor a malva y lavanda, con jardín y todo, pero el alcohol, la ira, y no sé qué espíritu maligno, se confabulaban y lo arruinaban todo, y me hacían perder la cabeza.
            Con manos ensangrentadas, y con heridas que yo mismo me infería, rompiendo vidrios y muebles, profiriendo gritos y amenazas, corría de aquí para allá, como enajenado, protagonizando escenas de locura.
            Y muchas veces, yo fanfarrón, completamente borracho y por dármelas de muy macho, me ponía a provocar a un cachorro de tigre que llamábamos Elektra, y que estaba encerrado en una jaula de madera en un cuarto vacío, hasta que una noche de esas, seguramente sin sospechar el peligro que corría, se me ocurrió abrir la jaula; y según resulta natural, el cachorro se me abalanzó rápido como el rayo, y arañando mi cuello con furiosos zarpazos, por poco no me desgarra las venas.
            Por fortuna, el Isaac, un sirviente muy leal y despierto, de estirpe callahuaya y nacido en Charazani, corrió a traer un pedazo de carne y, distrayendo al tigre, se dio maña para meterlo en la jaula.
            La Erika presenciaba la escena; y no obstante que estaba ya en los últimos meses del embarazo, no hizo ningún aspaviento, pero antes bien, conservaba la serenidad y la calma.
            Actuando en consecuencia, procedió a vendarme rápidamente el cogote, y me llevó a toda prisa a la Asistencia Pública para una curación de urgencia.

            Con todos mis defectos y borracheras, tenía una gran virtud: Era puntual en mi trabajo.
            Y como ganaba un buen sueldo, no faltaba plata, y eso que la mitad del presupuesto se iba en aguardiente.
            Y como se acumulaban abrumadoras cantidades de botellas vacías en el cuarto del tigre, periódicamente la Erika las hacía vender con el Isaac, y le regalaba la mitad del producto.
            Yo era proclive a sacar bebidas al crédito, y ante la sola visión de innumerables botellas de manzanilla, coñac, ron de Jamaica y vinos generosos que reposaban sobre mi mesa, me sentía en el mejor de los mundos, solo que me olvidaba pagar.
            Y como con esta mala costumbre resultaba debiendo cantidades cada vez más crecidas, finalmente decidía pagar, pero con mucho dolor.
            Por lo demás, el José Acebo Fernández de Córdoba, Marqués de Villaverde, era mi garante; y ha de saberse que su sueño dorado era escribir un poema a propósito del ruido de la ciudad, solo que se le iba la mano con la manzanilla y se quedaba siempre en el segundo verso: ¡Oh ruido de la ciudad, déjame revelar tu mensaje!, y de ahí no salía.
            De tal manera, que me convocaba a la terraza de la Casa España, por la noche, y con la firme determinación de seguir adelante, me pedía consejo.
            Y era de ver las reuniones que celebrábamos con tal motivo. Eran sencillamente abracadabrantes.
            Para empezar, el Pepe Acebo mandaba abrir dos cajones de manzanilla y se prosternaba con el oído atento al ruido de la ciudad; y luego, con ojos desorbitados y la locura pintada en el rostro, agarraba y se zampaba la manzanilla, no ya por copas, sino por botellas, y caía redondo en plena terraza, bajo el doble embrujo del ruido de la ciudad y la manzanilla.
            Muy pronto despertaba, dando muestras de gran sobresalto, y habiendo extraído de su bolsillo un frasco de láudano, bebía un buen trago y esta otra vez al pie del cañón, prosternado y con gesto de locura, el oído atento al ruido de la ciudad, dele que dele con la manzanilla.
            Y esto era un poema en más de un sentido, pero transcribirlo a papel era lo difícil, pues habría habido que trasgredir las leyes naturales, como quien pasa por alto una imposibilidad metafísica, o como quien convierte un cuerpo sólido en una figura plana, aunque por otra parte no habría habido para qué.
            Como el Pepe Acebo era poeta, se quedaba en el trasfondo del poema.
            Escuchaba el poema y lo miraba, y de esta manera expresaba el poema inexpresado.
            Muchos decían que estaba loco.
            De repente se presentaba en Casa España con un maletín en el que guardaba un espléndido disfraz de pepino, y en un abrir y cerrar de ojos se disfrazaba.
            Gastaba la plata como agua y tocaba la bandurria; y cada noche rompía una bandurria en la cabeza de su mujer, y aquí no pasó nada.
            Pues bandurrias las tenía por montones, y le llegaban de España por cajones.     
            El Pepe Acebo, cuando lo invitaba a casa, se llenaba de contento; y para hablar largo y tendido sobre el ruido de la ciudad, llevaba un cajón de manzanilla.
            La Erika, con características de incomprensión, se ponía iracunda y torcía el gesto —en esto era injusta.
            En una de esas, el Pepe Acebo apareció con un frasco de escabeche y una escoba que había comprado para su casa, llevando además su famoso maletín a cuestas, y como no podía ser de otra manera, se chantó en el acto el consabido disfraz de pepino, y sin más abordó su tema favorito.
            Me dijo que el ruido de la ciudad era como el humo, una física hermética y perfectamente inasible, y declaró que pensaba escribir de una vez por todas su poema en el reverso de viejos pergaminos que pertenecieron a no sé qué grande de España.
            Yo por supuesto le dije que me parecía muy bien, y le hice notar que el ruido de la ciudad no era sino el ruido de uno mismo, cuyo ruido escuchaba uno mismo.
            Luego mandé traer con el Isaac un poco de aguardiente para brindar por el éxito de sus proyectos; y como estaba en vena, le leí un poema llamado El ornitorrinco y Brahms, que precisamente acababa de escribir y que por lo demás no estaba del todo mal.
            El Pepe Acebo lo copió en su libreta y dijo que se trataba de un exponente del más puro surrealismo, y que lo aprendería de memoria.
            La Erika hizo un gesto.
            Afirmó que era un disparate, y declaró que Brahms no tenía absolutamente nada que ver con ningún ornitorrinco.
            Para evitar altercados, yo le dije que no había pena y que el ornitorrinco era yo, y luego le pedí una lata de salchichas y pan.
            Y a lo que ella dijo que no había, yo le dije que había, y ella repitió que no había; y con inopinado ímpetu, se levantó y abrió de par en par las ventanas, y dijo que había mucho humo.
            Totalmente desconcertado, yo perdí los estribos y me dejé arrastrar por la ira, y de un trancazo volqué la mesa.
            El Pepe Acebo, olvidando que su disfraz de pepino resultaba incongruente por completo en tales momentos, se esforzó vanamente por restablecer la concordia, y por último dijo que los moros usaban crucifijos de acero toledano para degollar a las mujeres que amaban.
            Ante tan oportuno comentario, yo declaré que hacían muy bien, y que ya podían usar machetes en lugar de cuchillos.
            Y de pura rabia, agarré y rompí en mil pedazos El ornitorrinco y Brahms.
            En estas y las otras, la Erika optó por retirarse y con eso terminó la cosa.
            Escenas iguales o parecidas, con una absurdidad que colmaba ya los límites del ridículo, se repetían con demasiada frecuencia.
            Aquella noche, el Pepe Acebo me llevó a su casa para no renegar.
            Tenía un fastuoso palacete en la avenida 6 de agosto, con soberbios muebles de cedro y alfombras persas, con espaciosos y deslumbrantes salones donde la opulencia y el buen gusto se daban la mano, cosa esta nada extraña, en tratándose de la residencia del Marqués de Villaverde y nada menos.
            Pero lo cierto es que su vida era un infierno —y si no me equivoco, quien señoreaba ese infierno era su mujer.
            Pues, a decir verdad, aquella noche, saltó como leona y nos recibió con dos piedras en la mano.
            Era para no creer.
            Por lo demás, es muy cierto que el Pepe Acebo la hizo levantar de la cama y la condujo a empellones al salón, y de buenas a primeras le dijo: O te me revuelves como un calcetín o te me vas de esta casa; pero, así y todo, ese no era motivo para que ella le diera el trato humillante que en efecto le dio.
            Pues habiendo hecho añicos el frasco de escabeche y habiendo enarbolado la escoba que el Pepe Acebo acababa de entregarle, ni corta ni perezosa, agarró y le propinó un escobazo en plena cara y lo zarandeó como a un muñeco, y luego de arrancar violentamente los cascabeles del disfraz que él llevaba puesto, y que por lo demás quedó hecho jirones, le arrimó dos bofetadas y le dijo a gritos que no quería verlo nunca más disfrazado de pepino.
            Acto seguido, echando maldiciones y carajos y profiriendo injurias, la leona nos puso de patitas en la calle.
            Yo no pude menos que decirme en mis adentros que el Pepe Acebo tenía sobrada razón al romper cada noche una bandurria en la cabeza de su mujer, aunque aquella noche no lo hizo.
            Sin embargo, el Pepe Acebo no se paraba en pequeñas; y viendo que lo expulsaban de su propia casa, lanzó un juramento y me dijo que, de hoy en adelante, hablarían las armas y ya no las bandurrias.
            Y a manera de confirmar su aserto, extrajo su pistola y disparó un tiro al aire.
            Luego sacó su auto y nos fuimos al Cementerio para no renegar.
            Tal lo ocurrido aquella noche.
            Ahora bien, el día siguiente, la Erika me pidió disculpas; y yo a mi vez le pedí disculpas.
            Ya era sabido, por la noche trifulca y por la mañana disculpa.
            Día tras día, trifulcas y disculpas, disculpas y trifulcas, siempre lo mismo.

            La Erika tenía marcada antipatía a mis amigos, por el solo hecho de que eran mis amigos.
            Muy pocos se salvaban; el Arturo Borda se contaba entre esos pocos —y eso que era el hombre más raro que pisa la tierra.
            Cuando iba a la casa, la Erika lo trataba con guante blanco.
            Le ofrecía el mejor asiento y le mostraba revistas, le preguntaba mil cosas y le pedía disculpas, y luego de servirle masitas en fino plato de porcelana con servilleta de lino, le invitaba licor en bella copa de cristal de roca.
            El Arturo Borda, muy respetuoso y algo cohibido, bebía con calma; pues ha de saberse que a la segunda copa empezaba a despatarrar, y a la tercera ya estaba hablando en aymara.
            Y cosa rara: La Erika escuchaba extasiada, dando a entender que comprendía, como si el propio Arturo Borda no supiera que el aymara era griego para ella.
            Ahora bien, si he consignado estas últimas líneas, ello se debe a una intención puramente anecdótica, ya que la Erika, como se comprenderá, no era insincera ni simuladora, sino que, por el contrario —y considero necesario insistir sobre este punto—, su actitud solo obedecía al respeto, muy alto de su espíritu.
            Por lo demás, el Arturo Borda solo iba a la casa a la muerte de un obispo; y la verdad es que cierta vez, habiendo rechazado con gran cortesía la copa que le ofrecía la Erika, me pidió muy pronto un pliego de papel, y con mano maestra, le hizo un retrato al carbón, el cual infortunadamente quedó inconcluso, y por idéntica razón conservo todavía.
            El Arturo Borda, por otra parte, le hizo un apunte a mi hija, cuando esta tenía seis meses de edad —y ciertamente era muy hermoso.
            Solo que, para gran pena de mi alma, tan valioso dibujo ya no existe.
            Se perdió hace años.


Jaime Sáenz, «La piedra imán», (Editorial Huayna Potosí – La Paz, 1989)

Foto: Jaime Sáenz Guzmán con Alfonso Barrero Villanueva en los talleres Krupp (1977)

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