miércoles, 15 de junio de 2022

LIDIA CAYO: «Cemento S.A.»


 


        Había faltado con gravedad a las normas de la empresa. Por ello lo hice llamar a mi oficina, para seguir manteniéndolo como un trabajador. Él entró algo apenado pero confiado en que la mujer le daría otra oportunidad si la convenciera por su lado sensible y maternal.

—Tiene usted muchas quejas de parte de los otros trabajadores, dicen que se va encima de sus compañeros estibadores, echando golpes y rabietas descontroladas —inicié la reprimenda.

—Solo cuando ellos quieren ofenderme o humillarme sin que yo haya dado motivo o incitado al alboroto —trató de poner en defensa sus argumentos.

Le sugerí mantener en armonía las relaciones laborales con los demás o su reincorporación sería imposible. Le advertí que las normas eran bastante claras en la empresa Cemento S. A., para la que yo trabajaba como regenta desde hace algún tiempo.

Debe notárseme en la cara la preocupación que tengo de trabajar aquí, tragándome el polvillo y el ruido de tanto tráiler equipándose de material para su comercialización o transporte a obra; sé que soy sujeto de burlas y quejas, pero igual soy regenta y les hago llegar a todos el anuncio de que un capataz ha fallecido y que asistiremos en grupo al funeral por la tarde, después de haber embarcado todo el material.

Fue mi último comunicado a ese escuadrón de cargueros, todos intrigando volvieron a sus posiciones de trabajo. No me agradaba dar esa clase de noticias, menos marchar a presenciar un funeral, es aceptable que todos los días mueran las personas, pero estas muertes me impactan en el pecho desde que llegué a trabajar a Cemento S.A. Estoy enterada de que aquí los estibadores de cemento trabajan por lo mínimo nueve años por propia voluntad, luego se quedan los que aguantan por el peso de la necesidad económica y muestran resistencia unos seis años más. Por compasión se les da el cargo de capataz que significaría que ya no cargarán o descargarán sobre sus hombros bolsas de cemento a los tráileres o conteiners con el riesgo de que alguna de estas bolsas se desgarre o se caiga por la mala manipulación de la grúa mecánica. Siendo capataces solo darán órdenes y contabilizarán las toneladas de envíos. De estos capataces, pocos siguen, sufren un largo tratamiento costoso por la formación de hernias discales de todo tipo, hasta han llegado a tener tres hernias en la columna sin ningún control ni tratamiento por parte de la empresa.

Fuimos al funeral todos en autobús, apachurrados por el excesivo número de trabajadores. Escuchamos el sermón del párroco formados en una columna, dimos el pésame a la viuda y sus tres hijas, algo que no quiero recordar. La familia no pasaba de nueve personas, esa era toda su gente, por eso decidí dejar a los chicos acompañando en las afueras del cementerio bebiendo en un ruedo de sillas a la intemperie, hablando del magnífico padre que era el difunto (debió serlo para soportar tantos años de su vida como estibador de bolsas de cemento para asegurar la educación de sus preciosas hijas), del magnífico compañero de trabajo que fue (hipocresía y honras a destiempo). Era de esperar que alguien debía estar al frente de la empresa, por lo que ordené que regresáramos. Éramos cuatro en las instalaciones de la empresa, en la oficina me precipitaba a pensar si mañana ya no abriríamos los ojos, todo era confuso, la muerte lo era.

—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó el estibador (al que antes había reprendido) sin que pidiera permiso para ingresar a la oficina.

—No tienes otra opción, ya estás dentro —le dije revisando unas facturas de la mercadería.

—Es una pena que se haya ido el amigo, era fuerte y pospuso a su esposa y a su hija, quería obtener su liquidación para luego dedicarse a ellas, pero así es la vida —esbozó con profunda tristeza—, si yo amara a alguien no pospondría al amor.

—Entonces debes dejar este trabajo —le dije.

—Seguro estoy de que será aquí donde encontraré y amaré a alguien por eso no me voy, así me despidieran rondaría en los alrededores —dijo sin temor. 

—Qué quieres decir, seguro que en esta oficina no ocurrirá nada —le dije enfática, entendiendo el doble sentido de sus palabras.

—Me gusta usted desde la primera vez que llegué aquí —dijo sin titubear causando una fuerte impresión en mí, a leguas se notaba sus profundos rasgos indígenas, el gesto de un duro joven del campo donde el frío intenso maltrata la piel, además era iletrado.

Normalmente él era tosco al hablar, eso contrastaba con su buen físico, delgado, pura fibra muscular pegada a sus huesos que se ha forjado a punta de esfuerzo y sacrificio como cargador de bolsas de cemento de 42.50 kilogramos. Sus mejillas estaban quemadas por el trajín bajo el sol durante doce horas diarias sin parar, gota a gota discurría el sudor de su frente y también de sus axilas. Era un cargador sudoroso y empolvado con micro partículas de cemento, con la mirada perdida, confundido en la fatiga del hambre y la miseria; eso enfriaba mi deleite por el sexo opuesto. Alrededor de su cintura llevaba tiras de talega blanca o fajas de látex proporcionadas por la empresa en prevención de hernias. La esclavitud moderna y voluntaria que uno elige pesimista y autocompasivo, en resistencia ante el fracaso inminente del desempleado al que le llega el lento devenir de la muerte.

—Eres mi jefa cuando estoy en el frontón (el área de cargamento), pero aquí no estoy en el frontón.

Nada presagiaba lo que iba a ocurrir esa tarde, a no ser que surgiera otra pelea propiciada por el ataque del compañero socarrón y racista que de continuo dejaba su oficio para ir tras el estibador y farfullarle en sus oídos motes burlescos. 

—Debería pensar antes de dirigirse a mí con esa insinuación inapropiada —di la vuelta al sillón giratorio sin descender las piernas cruzadas. Una mirada carnal pareció desnudarme dejándome en vergüenza, me intimidó con su postura de pie, acercándose a mí. Me llamó la atención que alguien nos pudiese ver, a pesar de que estábamos los dos solos en la oficina y los otros empleados aguardaban en el frontón, todo el contorno estaba sin vigilancia.

Lo observé y esta vez me pareció un hombre joven y sensual, eso me produjo un reflejo placentero en mi estómago e irradió en todas las terminaciones nerviosas de mi vértebra llegando a la culata fogosa. Me cogió de la cintura y me transportó con esa fuerza por los aires y me ubicó contra la mampara de vidrio que separaba la oficina del directorio, con rudeza me habló: «Voy a rematarte en este matadero fino como tú, sé que no dirás nada pues tú también lo quieres». Me sentí vencida por un ser dominante. Si este hombre anónimo, como lo son millones de obreros para el capitalismo, no disfrutaba del bienestar económico por lo menos le quedaba el consuelo de gozar de la ventura del sexo. De inmediato le ofrecí mi trasero turgente, él remangó mi falda, descubriendo mis medias de nylon sujetadas por tirantes y ajustadas a mi braga de encaje negro, lo que producía en mí una sensación de maestría en la sensualidad y a él seguramente le producía la erección de su ampuloso falo impulsado por la sangre hirviente que fluye en los cuerpos cavernosos de sus genitales estimulados por la lencería, que quizás le había sido esquiva a su visión hasta ahora. Mis manos alzadas dándose contra la mampara, la blusa negra entallada resaltaba mis pezones, los que se translucían en el vidrio, los tacones firmes sostenían sobre sus agujas mis piernas abiertas, solícitas a la tiesura fálica de aquel lozano varón, él agarró mis caderas y las zarandeó contra su cuerpo flaco, puro músculo, y me penetró mediante la contracción y distención apresurada de movimientos ondulantes, desde la cintura hacia los muslos, provocándome aullantes susurros y agitaciones vociferantes —sí, sí, sí, sí…—, su viscoso esperma caía en la alfombra, nuestros movimientos fueron volviendo a la normalidad, el empleado de Cemento S.A., sin vergüenza, guardó su desinflada y reducida erección adentro del calzoncillo, cubriéndolo por la bragueta irredenta de su pantalón, en cambio a mí me bastó un solo movimiento para bajarme la falda de las caderas tratando de planchar con las palmas de las manos las rugosidades que se formaban en el tafetán negro.

—A que no me dejarás desde ahora —comentó lisonjeado.

Pausando unos segundos que se hacían eternos debí arreglar una forma sutil, menos drástica, de decirle mi sentimiento en torno a lo ocurrido. ¿Cómo le diré que yo vuelo en libertad, que él solo fue un fantasma en erección de noches de hogueras fornicadoras?, me pregunté a mí misma.

Pues tuve que decírselo. «No imagino que los hombres me olviden, no temo ni a la muerte misma, es poca mi vergüenza y nulo el arrepentimiento. Espero me entiendas y no te pongas complicado. No ha significado nada tenerte entre mis piernas». Volví la espalda acomodándome en la posición anterior cruzando las piernas, haciendo girar la silla levanté la mirada serena. «Zózimo Quispe Mamani, por qué te contentas con ocupar un lugar marginal en el seno de esta sociedad esclava del capitalismo, del que ya vaticinamos su deprimente final. Antes de que la continuidad llegue al punto culminante te enseñaré a leer», le dije con dulzura. Solo vi su sombra marchar después de ese coito breve y brusco.



Este relato pertenece al libro Efluvios de la narradora puneña Lidia Cayo, que vio la luz en mayo del 2022, en la ciudad lacustre, gracias al esfuerzo de Kunah Co-laboratorio editorial y la bella luna de fresa. La presentación del libro se realizó en las instalaciones del Club Kuntur de Puno y los comentarios estuvieron a cargo de Alexánder Hilasaca y Diana Laureano.


LIDIA CAYO VELÁSQUEZ

Nacida en Puno. Es autora de la novela Radiografía del silencio, que fue publicada el 2016, en Arequipa, por el sello editorial Doce Ángulos y presentada ese mismo año en la programación del "Festival Poético Doce Ángulos", acaecido en noviembre del 2016.

Foto: Mariana Montrazi
Foto 2: Portada de Efluvios.

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