El tiempo se burla de los límites que le
inventamos para creernos el cuento de que él nos obedece; pero el mundo entero
celebra y teme esa frontera.
Una invitación al vuelo
Milenio
va, milenio viene, la ocasión es propicia para que los de inflamada verba
peroren sobre el destino de la humanidad, y para que los voceros de la ira de Dios
anuncien el fin del mundo y la reventazón general, mientras el tiempo continúa,
calladito la boca, su caminata a lo largo de la eternidad y del misterio.
La verdad sea dicha, no hay quien resista:
en una fecha así, por arbitraria que sea, cualquiera siente la tentación de
preguntarse cómo será el tiempo que será. Y vaya uno a saber cómo será. Tenemos
una única certeza: en el siglo veintiuno, si todavía estamos aquí, todos
nosotros, seremos gente del siglo pasado y, peor todavía, seremos gente del
pasado milenio.
Aunque no podemos adivinar el tiempo que
será, sí que tenemos, al menos, el derecho de imaginar el que queremos que sea.
En 1948 y en 1976, las Naciones Unidas proclamaron extensas listas de derechos
humanos; pero la inmensa mayoría de la humanidad no tiene más que el derecho de
vero, oír y callar. ¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho
de soñar? ¿Qué tal si deliramos, por un ratito? Vamos a clavar los ojos más
allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible:
El aire estará limpio de todo veneno que no
venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones;
en las calles, los automóviles serán
aplastados por los perros;
la gente no será manejada por el automóvil,
ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni
será mirada por el televisor;
el televisor dejará de ser el miembro más
importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas;
la gente trabajará para vivir, en lugar de
vivir para trabajar;
se incorporará a los códigos penales el
delito de estupidez, que cometen quienes viven por tener o por ganar, en vez de
vivir por vivir nomás, como canta el pájaro sin saber que canta y como juega el
niño sin saber que juega;
en ningún país irán presos los muchachos
que se nieguen a cumplir el servicio militar, sino los que quieran cumplirlo;
los economistas no llamarán nivel de
vida al nivel de consumismo, ni llamarán calidad de vida a la
cantidad de cosas;
los cocineros no creerán que a las
langostas les encanta que las hiervan vivas;
los historiadores no creerán que a los
países les encanta ser invadidos;
los políticos no creerán que a los pobres
les encanta comer promesas;
la solemnidad se dejará de creer que es una
virtud, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo;
la muerte y el dinero perderán sus mágicos
poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso
caballero;
nadie será considerado héroe ni tonto por
hacer lo que cree justo en lugar de hacer lo que más lugar de lo que más le
conviene;
el mundo ya no estará en guerra contra los
pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio
que declararse en quiebra;
la comida no será una mercancía, ni la
comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos
humanos;
nadie morirá de hambre, porque nadie morirá
de indigestión;
los niños de la calle no serán tratados
como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle;
los niños ricos no serán tratados como si
fueran dinero, porque no habrá niños ricos;
la educación no será privilegio de quienes
puedan pagarla;
la policía no será la maldición de quienes
no puedan comprarla;
la justicia y la libertad, hermanas
siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas,
espalda contra espalda;
una mujer, negra, será presidenta de Brasil
y otra mujer, negra, será la presidenta de los Estados Unidos de América, una
mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú;
en Argentina, las locas de Plaza de
Mayo serán ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los
tiempos de la amnesia obligatoria;
la Santa madre Iglesia corregirá las erratas
de las tablas de Moisés, y el sexto mandamiento ordenará festejar el cuerpo;
la Iglesia también dictará otro
mandamiento, que se le había olvidado a Dios: «Amarás a la naturaleza, de la
que formas parte»;
serán reforestados los desiertos del mundo
y los desiertos del alma;
los desesperados serán esperados y los
perdidos serán encontrados, porque ellos son los que se desesperaron de tanto
esperar y os que se perdieron de tanto buscar;
seremos compatriotas y contemporáneos de
todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza, hayan nacido
donde hayan nacido y hayan vivido cuando hayan vivido, sin que importen ni un
poquito las fronteras del mapa o del tiempo;
la perfección seguirá siendo el aburrido
privilegio de los dioses; pero en este mundo chambón y jodido, cada noche será
vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero.
La parentela
Somos familia de lo que brota, crece,
madura, se cansa, muere y renace.
Cada niño tiene muchos padres, tíos,
hermanos, abuelos. Abuelos son los muertos y los cerros. Hijos de la tierra y
del sol, regados por las lluvias hembras y las lluvias machos, somos todos
parientes de las semillas, de los maíces, de los ríos y de los zorros que
aúllan anunciando cómo viene el año. Las piedras son parientes de las culebras
y de las lagartijas. El maíz y el frijol, hermanos entre sí, crecen juntos sin
pegarse. Las papas son hijas y madres de quien las planta, porque quien crea es
creado.
Todo es sagrado, y nosotros también.
A veces nosotros somos dioses y los dioses son, a veces, personitas nomás.
Así dicen, así saben los indígenas
de los Andes.
Eduardo Galeano, «Patas arriba» (Siglo XXI Editores, 1998).
Impreso en México.
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