Provocando el desconcierto de los músicos de la aldea, la jaula vacía se puso a cantar. Tantos años había dado hospedaje a un canario que ante la muerte del trovador decidió ocupar el puesto vacante.
Acostumbrada, como estaba, a los conciertos matutinos, no quiso aceptar la soledad de un repentino silencio. Canturreando mantenía vivo el recuerdo del maestro y cumplía también su preciado anhelo:
«Cuando muera —le había dicho el canario— quiero que ejerzas el oficio de juglar. De este modo me sentiré feliz donde quiera que me halle dormido: en el jardín bajo la tierra del rosal grande o, en el huerto, junto al cerezo».
Las armonías de la jaula eran tan perfectas que los expertos en canto, el gallo, la cigarra, el grillo, el sapo barítono (desaprobado en la Escuela de Música), el pájaro-pájaro (que nunca cesa de cantar), el pájaro-alas-de-noche (que solo canta a la sombra y cuando va a morir), y toda la gama de plumados canoros, realizaron un congreso para analizar el caso. No faltó nadie a la cita. Hasta la desorejada y áfona cigüeña llegó a curiosear; la melancólica y cándida cigüeña que, por carecer de voz, busca solitario albergue en los campanarios.
Algunos opinaron que el fenómeno se debía al maleficio de un hechicero que odiaba a los metálicos pájaros cantores y su gozo consistía en ir convirtiéndolos en chatarra. Un ruiseñor erudito se empecinó en probar que los barrotes de la jaula habían sido forjados con cuerdas de violín y metal de campana, aleación de poderosos efectos acústicos, capaz de reproducir los arpegios después de fallecido el concertista. Algo semejante a lo que ocurre con ciertos espejos antiguos que continúan reproduciendo la imagen de su dueño mucho tiempo después de que este ha desaparecido.
Maese búho, patriarcal y solemne, sabihondo en materia de ultratumba, atribuyó los trinos a una mariposa amarilla que revoloteaba alrededor de la jaula, ánima errante del canario —según él— condenada a saltar y a silbar de jaula en jaula por toda una eternidad.
Día y Noche se sucedían las discusiones y, como todos cotorreaban al mismo tiempo, la reunión parecía, en el calor del debate, una olla de grillos.
«Siete garras», un vecino gato maullador que había sufrido la humillación de impedírsele la asistencia al evento, alentaba la sospecha de que la melodía no tenía otro origen pajarero que el de sus vulgares tripas silbadoras. No le cabía ninguna duda que su esqueleto (de gato) servía de flamante prisión, de última morada, al alado cantarín.
—Ya decía yo que los ratones no son amarillos, ni suelen llevar ese atuendo de plumas—, sacaba sus propias conclusiones el malhechor.
Una mañana mientras volvía fatigado de sus fechorías nocturnas, ebrio de alcohol y de la luna, sintió que su cuerpo ascendía vertiginosamente. Primero creyó que solo se trataba de una sensación en el lomo, igual al que produce el encuentro cara a cara, con un can enemigo. Pero luego tuvo la certeza de que volaba cautivo de una jaula, completito: con uñas y siete vidas, con bigotes y siete colas, su lengua de lija, convertida en una sedosa cinta dorada, caía deshilachándose en un reguero de trinos sobre la ciudad. Y sus fosforescentes ojos biliosos, desde los techos del amanecer, estallaban también en una ensordecedora lluvia de oro.
Relato aparecido en el suplemento cultural del diario «La imagen», fechado el 13 de marzo de 1977.
ARTURO CORCUERA
(Salaverry, 1935 - Lima, 2017)
Pintura: «En roue libre», 2001, by Sarah Moon.
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