viernes, 13 de agosto de 2021

Luis Gallegos Arriola: «HERMOSA MAÑANA»





I

    En mi oficio de reportero, no recuerdo exactamente quien, ese día, me alcanzó una invitación para recepcionar a una Embajada Cultural, procedente de un país centroamericano, que visitaba la ciudad de Puno. La hora señalada para la cita cultural estaba anunciada para las ocho de la noche. Cinco minutos antes de la hora salí precipitadamente de mi casa. Para resguardarme del frío y la llovizna nocturna me puse un sobretodo y me cubrí la cabeza con un pequeño sombrero. Crucé varias calles, saludé a muchos amigos, luego ingresé a la Plaza de Armas de la ciudad y empecé a correr casi flotando como un pequeño globo a consecuencia de la densidad de la luz amarilla y pálida como la muerte, que brotaba a raudales de muchas lámparas fluorescentes suspendidas en postes de cemento armado. Llegué a la puerta de la Casa Consistorial y dando grandes trancos gané el patio del vetusto edificio, luego subí las gradas de la escalera e ingresé a la sala de sesiones, donde el piso de madera empezó a crujir como si fuera a desplomar todo el edificio. En la amplia sala había pocas personas sentadas en cómodos sofás. Me sorprendió encontrarme con Margot, mi colega de trabajo en el diario local «Los Andes». «Buenas noches» –saludé, levantando la voz. Y como quien lanza una sentencia, desde un extremo de la sala, Margot me gritó: ¡Alfonso dónde están las notas de prensa! «Me he olvidado, disculpa» –contesté con voz suplicante. Margot, colérica, sentencia. «Vaya a traer, rápido, rápido».

    Salí precipitadamente de la sala, corrí por el estrecho corredor y bajé a largos trancos por las gradas. El patio lo cubrí con dos saltos para alcanzar la calle. La luz amarilla y densa me cegó al instante y empecé a flotar nuevamente suspendido en el pálido y amarillo relente, y antes de elevarme lo suficiente, me atropelló un ómnibus que bajaba de algún barrio de la ciudad.

    Gran cantidad de personas se agolparon en torno al destrozado cuerpo del infortunado reportero. Media hora después, en una camilla blanca lo levantaron y lo metieron en un carro ambulancia que partió con el estrépito de la sirena de alarma. En el hospital, el médico legista, doctor López, declara que el periodista Alfonso Maydano dejó de existir a consecuencia de un traumatismo encéfalocraneano.

    Así murió el reportero Alfonso Maydano, un hombre muy popular y querido entre sus colegas de trabajo de la prensa escrita. Su nombre y el fatal accidente serán recordados por mucho tiempo por los vecinos de la ciudad. Maydano, la noche anterior a su muerte soñó que dormía por requerimiento de su trabajo en el interior del edificio del Concejo Municipal que iba siendo demolido por orden de un progresista alcalde. A medianoche, gran cantidad de pericotes botaban sus excrementos sobre la cara de Alfonso Maydano. El techo y las paredes del edificio iban cayendo a los golpes de picos y palas de cientos de obreros.


II


    La tarde toma una coloración indefinida, el sol termina por caer en un abismo y las sombras trepan como fantasmas a las cumbres de los cerros. Con el último resplandor de la luz que corona una alta montaña y las sombras que confunden las cosas. Los ventisqueros que bajan de la cordillera calman su furia y, más tarde, algunas estrellas brillan en el cielo profundo y negro, como un póstumo remordimiento.

    En mi tránsito a la muerte fungía como antiguo empleado de la Caja de Depósitos y Consignaciones, Departamento de Recaudaciones. Me tocó cubrir la vigilancia de las fronteras de nuestra patria con los países vecinos de Chile y Bolivia. Con este propósito al caer la tarde de ese día fin de semana, ensillé el mulo y previo el permiso del jefe de la oficina provincial, monté en el dócil animal, y al paso llano tomé una pequeña senda que conduce al cruce de tres caminos por donde, aprovechando la oscuridad de la noche, los contrabandistas de alcohol transitan con mucha frecuencia.

    Al aproximarme al cruce de los tres caminos sentí el lejano tañido de una campana que el viento traía de un lugar distante, como si fuera un eco tardío y perdido en la inmensidad del desierto andino. ¿Es el tañido de una campana o es una alucinación?, me pregunté. Podía tratarse, en todo caso, de una recua de mulos de los contrabandistas, con la mula madrina por delante, que transportan alcohol a la frontera con Bolivia para venderlo en los pueblos vecinos. Con estas suposiciones, presuroso desenfundé el revólver y moví el seguro, y en un descuido muevo el gatillo del arma y al instante escapa una bala que va directamente a incrustarse en la nuca del mulo. Al impacto mortífero, el animal cae desplomado, yo también caí al suelo junto a él. En mi desesperación intenté gritar pero me contuve pensando ser descubierto por los contrabandistas. Toqué la cabeza del animal, la sentí aún tibia y percibí que de su nariz brotaba una lenta respiración que poco a poco se fue apagando. La sangre corría a borbotones de la profunda herida abierta en la cabeza y al caer en la arena helada se iba congelando. Quité el ensillado, saqué la brida y me los eché al hombro y me puse a caminar en dirección al cruce de los tres caminos. Al aguzar nuevamente el oído en la noche oscura, sentí que el tañido de la campana se alejaba. Los contrabandistas al oír el estampido de la bala tomaron otro rumbo, seguramente para buscar otro atajo para burlar la vigilancia, pensé en ese instante. 

    Cuando llegué el cruce de los tres caminos en la oscuridad de la noche encontré a un animal que arrastraba la rienda del cabestro, la levantó a tientas y empiezo a caminar jalando la rienda hacia el centro poblado más próximo. Con la larga caminata mi cuerpo entró en calor. A mi detrás venía cansino el caballo o mulo o, en el peor de los casos, un asno porque no se distinguía en la oscuridad de la noche. ¿Qué cargaba? Supuse que dos cajas de alcohol, cuyo costo se aproximaba a dos mil nuevos soles. ¿O será un quintal de fibra de alpaca? Hice aproximaciones y concluí que por cualquier de las dos mercaderías, los comerciantes, sin protestar, me darán dos mil soles. ¿Una fortuna? Caminé cerca de dos horas y pasada la medianoche empezó a nevar. Una luna opaca y pálida, como una gota de luz, emerge del fondo de un abismo y se suspende a la cima de una montaña. La luz se derrama por las llanuras y descompone los copos de nieve en prismas transparentes. Despiertan las aves nocturnas, en la lejanía aúllan los perros de alguna comarca andina, escondida en los repliegues de la cordillera. Vencido por la curiosidad y la codicia de saber qué es lo que cargaba el animal, volteo la cara y veo que es un asno con una pesada carga en el lomo que le cae hasta los extremos de la panza. Me detengo y voy a verificar de cerca el hallazgo y descubro en un extremo los pies fríos de un cadáver y en el otro extremo la cabeza enfundada en una bolsa tejida de lana. ¿Una carga humana? Hice mil suposiciones ¿Contrabando de cadáveres? ¿Un grupo de comuneros llevan un cadáver para enterrarlo y en la noche oscura se perdió la carga? Sabe Dios. Me puse a temblar de miedo. Pensé en la muerte de mi acémila y finalmente en el tétrico y macabro hallazgo. Me sentí culpable de todo. Un sudor frío inundó mi cuerpo. Mis pies se negaron a caminar y me detuve como una piedra abandonada en medio del camino, en la noche, de nieve, en plena gélida cordillera de los Andes del Sur.

    Di un fuerte silbido para citar a los cóndores, el eco de las montañas transmitió mi mensaje y al instante, presuroso, llegó el mallku o jefe de los cóndores y detrás de él, en vuelo feroz, llegaron los demás miembros de la tribu. Les señalé el cadáver y empezaron a devorarlo lanzando feroces graznidos. Mientras la nieve caía espesa y cubría todo el espacio andino, a los muertos y a los vivos. A esa hora solo las montañas, la nieve, los caminos, la luna pálida y el viento helado eran testigos de mi desolación y desventura.

    Me puse a caminar en dirección al pueblo. Cuando ingresé por la calle principal me encontré con otro viajero que también llevaba en un asno a un muerto. Los vecinos al saber la noticia salieron de sus casas y descargaron el cadáver. Lo recostaron junto a una pared en plena plaza. Las autoridades ordenaron que las campanas tañeran por la presencia del muerto, al que suponían un muerto importante. Empezó a tañer la campana de mayor sonoridad, luego le siguieron las otras campanas de las demás iglesias. El pueblo se llenó con el furor de las campanas. La gente para entenderse tenía que hablar a grandes gritos y con el auxilio de señales de las manos.

    Mientras los hombres descansaban el muerto movió una mano, se descubrió la cara y preguntó: «¿Quiénes son ustedes? ¿Cuántos años hace que no ven un muerto?». Los hombres asombrados respondieron: «Señor, somos los músicos de la estancia Chili, el último muerto que hemos visto fue Patricio Espetia, al que lo estamos conduciendo a la cima de la montaña de Kenamari, allá en el poniente». El muerto les anunció: «Yo soy el músico Espetia, el que murió hace medio siglo por haberle sido extraída la grasa de su epiplón por el fraile degollador en la quebrada de Korivincho. Esta grasa los frailes la utilizan para preparar el óleo con que bautizan a los cristianos». El muerto hizo una pausa y luego continúo: «Yo no busco sepultura porque los hombres de todos los pueblos deben cargarme en un asno por todos los caminos anunciando a los hombres que hace quinientos años anda por todos los caminos desolados de esta América la leyenda del fraile degollador que llegó junto con el invasor español». El muerto se calló. Los músicos cargaron al muerto en el mismo asno y abandonaron ese pueblo para ir a otro pueblo, el más próximo. Apenas los hombres se fueron las campanas enmudecieron.


III


     En otro peregrinar hacia la muerte tuve que viajar en tren. La noche anterior había llovido intensamente. Las calles estaban completamente anegadas. Llegué a la estación y alargando la mano solicité un pasaje de primera clase. Me atendieron por encima de la cabeza de los demás muertos que también viajaban. Levanté mi bolsa de viaje y me instalé en un asiento desocupado y esperé la hora que debía partir el tren. Los demás pasajeros ingresaron en forma alborotada. Todos llevaban puestos una túnica blanca. Hombres y mujeres, con única diferencia que los hombres llevaban una pequeña corona en la cabeza, los niños también vestían de blanco con unas alas de color azul. Los pasajeros eran desconocidos. Cerca al mediodía salió el tren del pueblo emitiendo prolongados pitidos. La locomotora, que arrastraba quince coches, jadeaba por todo el camino. Las estaciones se sucedían a cada hora del recorrido. Los pueblos por los que atravesábamos eran desconocidos. Durante el trayecto nadie hablaba, parecía que todos los pasajeros iban sumidos en profundas meditaciones o porque nadie conocía el destino que llevaban. El tren, en su monotonía, cubría extensas pampas. Las sombras de la tarde se proyectaban largas y un viento frío corría por los horizontes abiertos. Cerros lejanos teñidos de azul formaban extensas murallas. El tren corría dejando a su paso los paisajes, los pueblos y las lejanías perdidas en las distancias infinitas. El movimiento de los coches obedecía a un ritmo sincronizado y al compás del acezo de la locomotora que trepaba pendientes y bajaba laderas para perderse en las curvas cerradas. Al final del día el sol fue a esconderse detrás de una elevada montaña, después la penumbra de la tarde inundó los campos cubiertos de pasturas. El viento silbaba en medio de los pajonales, los ovinos en largas puntas se recogen a sus cabañas. Algunos pájaros vuelan en las sombras y una lenta tristeza cubre los campos.

    Yo debía bajar en la próxima estación según indicaba mi itinerario de viaje. El tren, después de salir de un largo túnel, ingresó a una disimulada pendiente y se detuvo en una estación donde bebió bastante agua de un caño que surte este líquido. Consultó mi libreta y compruebo que en esta estación termina mi viaje. Consulto también el reloj y marca las seis de la tarde. Cogí apresurado mi bolso de viaje y bajé por las escalinatas. Los demás pasajeros continuaron su viaje al infinito. Levantan sus manos y se despiden de mí. Miro por última vez la cara de ellos y veo las cuencas vacías de sus ojos, llevan la misma palidez desolada en los rostros. Para orientar mis pasos hacia la hacienda Santa Tecla de propiedad de la familia Ballivián, a donde debo ir a pasar la noche, me quedé parado un largo momento en la estación. La bolsa la eché a la espalda y empecé a caminar por una senda apenas visible. Al primer peatón con quien me encontré le pregunté por la familia Ballivián. La respuesta fue inmediata: «Siga por la angosta senda y pronto llegará a la casa hacienda de los finados señores Ballivián». La voz del peatón parecía que venía de lejos, como si el viento lo acercara desde una distancia lejana, luego se perdió y el hombre y la voz se transformaron en una sombra larga tendida en el suelo.

    Mi madre una vez me advirtió que los Ballivián era una familia de costumbres ancestrales, muy conservadora y eminentemente religiosa. Sus creencias a veces llegaban al fanatismo. Con el recuerdo de este recuerdo, caminé despacio. Cuando ingresé al laberinto de casas que forma el conglomerado de la Casa Hacienda, desemboqué en un pequeño patio donde varios peones descansaban sentados en el suelo. La luz de la luna llena alumbraba con gran fulgor. Me detuve cerca de los hombres y pregunté por los dueños de la hacienda, me indicaron con gestos que ellos se encontraban en las habitaciones del interior. Miré el camino que viene de una llanura y descubrí que un hombre montado en un caballo blanco se aproximaba a todo galope. Y violentamente entró al patio de la casa espantando a las gallinas y a los perros. Desmontó y caminó en silencio. Los perros empezaron a aullar y las gallinas se escondieron en las sombras de la noche. Pregunté a los hombres sentados: «¿Quién es?». Me contestaron en coro: «Es Blas Segovia, el administrador de la hacienda que ha muerto el año pasado, él viene todas las noches, siempre a esta hora». Había escuchado muchas historias acerca del comportamiento de Blas Segovia. Su fama de hombre abusivo había llegado a muchos pueblos de la región. Decían que Segovia era natural de Cerro de Pasco, que antes de subir al Altiplano Andino había trabajado en muchas negociaciones ganaderas del Centro del país. El hombre que acaba de llegar era entonces, Blas Segovia.

    Ingresé a un gran patio rodeado de puertas abiertas, en el interior de las habitaciones alumbraba una luz pálida que iluminaba dejando grandes sombras en las paredes. En la amplia sala amoblada con sillas y sofás antiguos, junto a una ventana con cortinas oscuras, estaba sentada doña Andrea Ballivián. Tenía la cara pálida, casi transparente, de un color ceniza, como sí recién la hubieran desenterrado. Me aproximé y casi al oído le dije que yo era Alfonso Maydano, descendiente de los primeros habitantes que llegaron a poblar estos llanos andinos. Doña Andrea me miró con ojos ausentes, extraños y perdidos en el recuerdo de muchos años. Su voz venía de distancias, como si me hablara detrás de una pared. Le pregunté por su esposo, don Eufracio Maydano. Me respondió que estaba vivo y se encontraba posiblemente en algún lugar. Me pidió que le mostrara mis pies, donde yo debía llevar una marca o señal de los Maydanos, los presupuestos parientes de su esposo. Me suspendí el pantalón para enseñárselos y descubrí que mis pies era semejante a los de los gallos. Doña Andrea movió la cabeza en señal negativa y me ordenó que de inmediato abandoné su casa hacienda.

    En el gran patio, a esa hora, había gran cantidad de trabajadores que preparaban la chalona. Hombres desnudos hasta la cintura manipulaban carneros degollados, tasajeándolos con grandes cuchillos para luego echarles sal de cocina. Al frente había una gran ruma de carneros degollados, las cabezas de los ovinos aún saltaban abriendo desmesuradamente los ojos, de sus gargantas brotaban balidos lastimeros. Los hombres trabajaban en silencio, colgando de las patas la carne salada en los aleros de las habitaciones con techo de calamina. La luna tramontó las montañas y una sombra oscura cubrió el campo, junto a un árbol añoso de un qolli centenario estaba amarrada una vaca que bramaba como el viento anunciando el amanecer. En el techo de las casas, los gallos cantaban el alba y los gatos con ojos de fuego caminaban silenciosos. Un sueño de varios días cerró mis ojos.

    Hermosa mañana. Amaneció con un sol radiante. Los rayos calurosos que penetraban por la ventana me caían en plena cara. Abrí los ojos y sentí que en la habitación contigua dos jóvenes jugaban tenis de mesa. Apresurado me vestí y recién comprendí que me encontraba en el nosocomio Manuel Núñez Butrón, junto a otros enfermos que dormían en otras camas. Cuando entré a otra habitación me encontré con Margot que jugaba tenis de mesa con otro colega periodista. Abandoné el hospital. En la puerta del hospital me encontré con el médico legista, doctor López, quien al verme me dijo: «Yo certifiqué tu muerte, ya no estás entre los vivos, anda a Registro Público e inscríbete nuevamente». Yo le respondí: «Doctor, usted casi me hace sepultar vivo, qué le pasa. Voy, en seguida a Registro Público». Y caminé presuroso en la calle. Cerca de las nueve de la mañana registré mi nacimiento con el nombre simbólico de Lázaro Maydano, luego me dirigí a la redacción del diario «Los Andes», donde me encontré con el doctor Frisancho, quién me dijo: «Usted se ha perdido doce horas, ¿dónde estuvo? Ha llegado el maestro Joao Texeira. Está alojado en el hotel Ferrocarril, hay que cubrir es nota. Su colega Margot ya salió, vaya inmediatamente».






LUIS GALLEGOS ARRIOLA
(ILAVE, 1919 - PUNO, 2020)


Extraordinario y prolífico narrador, es uno de los más populares y conocidos escritores puneños, debido a sus cuentos cargados de sátira y humor. Sus narraciones reflejan los problemas y vivencias de los diversos pueblos altiplánicos, llevan consigo un excelso aire tragicómico y a la vez una profunda reflexión social.

Trabajó como profesor rural en los Núcleo Escolares Campesinos, estructuras educativas que consolidaron a las comunidades campesinas. Impulsó estudios antropológicos en el Instituto Indigenista Peruano y luego en el Proyecto Puno – Tambopata. Trabajó durante muchos años como periodista en el diario «Los Andes», decano de la prensa regional y ha publicado numerosos libros de cuentos y novelas cortas de corte histórico y erótico y además fue antologado en libros que recogen lo mejor del cuento peruano. Recientemente ha sido incorporado al Colegio de Antropólogos del Perú, por su trabajo narrativo y periodístico en este campo. El 10 de octubre del 2019 alcanzó la edad de 100 años, el secreto para ello es una vida destinada al amor: a su familia, a su obra y a su pueblo.

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